"LA ESCUCHA QUE NOS SANA", POR EVA HIBERNIA

Cerca del mar, escrita por Ruth Vilar, es un brillante trabajo de madurez de la autora y su compañía, Cos de Lletra. 


Fotografía de Rubén Ibarreta


Cuando entramos en la sala, la situación escénica con la que nos encontramos no puede ser más esencial: una mujer vestida de austero negro, un espacio vacío donde apenas hay un banquito, puntual línea recta y pequeño asidero, y un texto que brota, claro y emocionante, y que va dibujando una historia tan procelosa, tan llena de otros personajes a los que apela su protagonista y tan rica en espacios donde suceden los hechos, que al final nos parece haber asistido al más lleno de los espectáculos. Y es que lo que escuchamos y cómo nos es dicho, tiene la virtud de convocar la fuerza de la imaginación clarificadora. Somos espectadores, sí, pero poco a poco somos más que eso. Vamos convirtiéndonos en testigos, en confidentes, en jueces. Irene, la protagonista de esta historia, se muestra con tal sinceridad y desnudez, que nuestros oídos han de acompañarla, por fuerza, arropándola con las imágenes de todo lo que ella nos cuenta y que nos es tan cercano. Sus lugares son también nuestro paisaje, tan tangible como si estuviéramos allí con ella, codo con codo en su peripecia.

Este ejercicio de intimidad que la autora propone y la actriz (la misma Ruth) resuelve bajo la dirección de la otra mitad de la compañía, Salva Artesero, se fragua en la resolución de la más acuciante de las preguntas a las que se enfrenta un dramaturgo cuando escribe un monólogo. ¿A quién habla el personaje? ¿Por qué habla solo, o en soledad, precisamente en el escenario, un espacio que por naturaleza es lugar de representación de lo colectivo? A esa pregunta, Ruth Vilar lanza una respuesta múltiple. Los personajes que están alrededor de la vida de Irene, en tiempo presente, a lo largo del desarrollo de la trama, son los interlocutores de su discurso, gracias a lo cual la escuchamos como si estuviera en diálogo. Irene dialoga, replica, suplica, ofrece, pide, da cuentas de sus actos, intercede, se asombra, reprocha, conversa, en fin, con otro que está ahí, entre nosotros, al otro lado de la conversación, en el patio de butacas. Porque entre nosotros está el hermano, la madre, el padre, la amiga, la clienta de su puestecito de verduras y frutas, la mujer del tabernero, o el juez. Nos vamos volviendo un poco cada uno de esos individuos que estuvo allí y la escuchó. Nos tornamos hacedores de ese diálogo, pues es fácil rellenar los huecos, el contenido implícito en las palabras que devuelve esa mujer cada vez más angustiada.

Aunque la historia de Irene es de violencia, otro de los logros del texto y del montaje es no cargar las tintas, no recurrir al abuso —tan frecuente por lo habitual— de dejar a personaje y público macerado y anudado al trauma. Los hechos más terribles ocurren fuera de escena, como en la tragedia griega. La palabra, que fluye desde el tiempo verbal en presente, cuando debe de ser recuerdo o remembranza, se enuncia desde un suceso inmediato, muy apegado todavía al cuerpo. Por ello, si bien no tenemos la crudeza de los hechos o la morbosidad explícita sucediendo a ojos vistas, desde bien pronto se instala en el espectador una tensión por el presentimiento de lo que va a suceder, una alerta ante la nula reacción del entorno, una conmoción que acompaña a Irene, y un duelo. Así los colores de la vida se van sucediendo y entremezclando. La juventud, vigor y alegría del personaje, cuando lo conocemos, se ensombrecen progresivamente hasta que en Irene la juventud se troca en desamparo, el vigor en aguante de lo inaguantable y la alegría en ceniza.

Creo que es importante señalar que la historia de esta Irene de ficción parte de hechos reales, y que la elaboración del texto dramático es el fruto de dos años de investigación por parte de la autora de las fuentes documentales sobre este suceso ocurrido a principios del siglo XX. Tomarse ese tiempo para destilar la información encontrada y volcarla en un texto de creación propia, creo que ha proporcionado un equilibrio y una fuerza notables a un material tan delicado y, quizás, una coherencia interna a Ruth a la hora de asumir el papel de Irene que le permite entregarlo, encarnarlo, con tan honda sencillez. Y es esta una virtud que quiero resaltar, pues la limpidez y austeridad formal que caracterizan los espectáculos de Cos de Lletra encuentran en este trabajo, como en ninguno de los que yo haya sido espectadora —y creo que lo he sido de casi todos—, una exquisita resolución de tensiones entre todo lo que está sustraído en el plano material y todo lo que está convocado gracias al poderoso don de la palabra. Y es ese lugar desde el que la intérprete encuentra el manar del personaje lo que nos empapa por entero de ese ser, que se va construyendo a través de su circunstancia, pero que es mucho más que esas circunstancias. Y eso, en vez de dejarla reducida a víctima o a verdugo, nos la revela en toda su envergadura, en toda su dignidad humana. Es entonces cuando nuestra escucha que ha sido testigo y cómplice, que ha sido empática y se ha rendido a la pureza de Irene, nos sana de quién sabe qué agravios, nuestros o de la sociedad. Porque las fronteras de a quién pertenece esta historia se han disuelto. Nos pertenece y la encarnamos todos, a día de hoy, en las cifras de horror que todavía dan las estadísticas. Por eso escuchamos, para aprender a sanar.


Eva Hibernia