"CON LA VOZ Y LAS MANOS", POR RUTH VILAR

Un artículo de Ruth Vilar

TRAVESÍAS: La llamada de Antígona
 
 


No hay una sola Antígona sino tantas como interpretaciones. La figura clásica de Antígona ya es una interpretación, una ampliación de Sófocles del mito canónico de los Labdácidas. Antígona había estado en Los siete contra Tebas de Esquilo y volvería a aparecer en Fenicias y Antígona de Eurípides. No obstante, Sófocles fue el primero en concederle una existencia protagónica y esa imagen pronto se consolidaría. En síntesis, la Antígona de Sófocles es la reescritura original —valga la paradoja— a la que seguirán reelaboraciones infinitas. 

Podríamos imaginar a Antígona como una muñeca rusa. Está preñada de innumerables réplicas de sí misma, que tan pronto se le parecen como se distinguen de ella: fieles adaptaciones, versiones, actualizaciones, variaciones libérrimas, paráfrasis... De alguna forma inexplicable y a pesar de su pequeñez, la figurita central —la más vieja de todas— es de mayor tamaño que las que sucesivamente la contienen. Su carácter totémico la vuelve irreductible a signo unívoco. Jamás será un icono plano pintado en una tabla. Se despliega arquetípica, contradictoria y múltiple, como esas deidades orientales que en una misma cabeza exhiben distintos rostros simultáneos. Diosas que muestran la faz más dulce, el semblante introspectivo y unas fauces monstruosas sin que ninguna de sus caras las avergüence. Sin rechazar ninguna.

Como ellas, la Antígona de Sófocles se afirma en lo que es y en lo que cree. No se debate en vacilaciones ni entabla discusiones estériles sobre la pertinencia de hacer o no hacer. Nos deslumbran la determinación y la resolución con las que cumple su propósito. Nos desconcierta su temeridad. ¿O es valentía? Admiramos y tememos a Antígona porque no acabamos de saber si su acción nos parece heroica o suicida. Sin embargo, ella obra del único modo en el que puede hacerlo. Su conciencia —fiel al mandato de los dioses, dueños de los destinos en la tragedia griega— la ata de pies y manos. Lo que de veras nos sorprende es que Antígona se entrega al hado completamente sola. Es decir, ella elige por sí misma la causa en cuyo nombre habrá de perecer, sin que la arredren las previsibles consecuencias. No necesita a nadie que la espolee o inmole. 

El imaginario colectivo ha incorporado a Antígona como paradigma de la desobediencia civil. No obstante, esa representación omite que la valerosa Antígona carece, en su relación con Ismene, de espíritu fraternal y predisposición al diálogo. Es intolerante e inflexible en su propósito y en la manera de llevarlo a cabo. Vicios, en fin, tan deleznables en un contexto de activismo y lucha colectiva como lo era la hybris según la cosmovisión de la Grecia Antigua. Así lo expone Helen Morales en su epílogo a El resurgir de Antígona: El poder subversivo de los mitos (Barcelona, Kairós, 2021), aunque aclara que quien así cojea no es el mito original sino el personaje de Sófocles. Según ella, la tragedia homónima de Eurípides —perdida— podría haber presentado a una mujer más permeable y cálida, que le habría pedido a Hemón que compartiese con ella las obligaciones funerarias en contra del decreto de Creonte, y que habría emprendido luego una nueva vida con aquél. Quién sabe. 

Quizá los valores por los que Antígona se arriesga y perece presentan hoy un cariz anacrónico, cuando los contemplamos bajo una luz tan distinta. ¿La deuda con los muertos? ¿El deber de homenajear por igual a ambos guerreros caídos, al que defendía Tebas y al que la asediaba? ¿Las lealtades consanguíneas? ¿Las prescripciones rituales? Lo que persiste intacto es su coherencia. Su decisión inalterable de defender con las manos lo mismo que sostiene con la voz. Sin titubeos, cautelas ni remilgos.