¡QUÉ OCURRENCIA!, POR RUTH VILAR

Un artículo de Ruth Vilar


TRAVESÍAS: Ocurrencias

 


 

Las ocurrencias tienen una reputación dudosa inmerecida. Ocurren por azar o se nos ocurren por ciencia infusa, y esa volubilidad consustancial estremece a los serios con un escalofrío de amenaza. Las respetables certezas, las teorías minuciosamente comprobadas y las sólidas aportaciones racionales se revisten con una elegancia decorosa y una exquisita puntualidad; las ocurrencias se presentan más bien despeinadas, con un aire informal y despistado. A veces van descalzas, canturreando. Otras veces vocean, impostergables. Su mutabilidad juguetona o furiosa desazona a los partidarios del adusto y tajante rigor.


Sin embargo, hasta el más irreprochable encadenamiento de hipótesis fundadas y pruebas metódicas, así como la brillante conclusión que lo remata, nacen de una de estas ocurrencias primigenias. Una intuición difusa, tan vaga y de un origen tan incierto que a menudo resulta inconfesable, constituye la semilla primera de cada hito del pensamiento. Luego vendrán la argumentación sesuda y los lucidos colofones. Antes, el garabato que precede al bosquejo que precede a los bocetos que preceden a la pieza acabada. ¡Qué soberbia y mentirosa la obra que desdeña el trazo en bruto sin el cual nunca hubiera existido! ¡Qué ingenuo el pensador o creador que reniega del insondable valor de la ocurrencia!


La ocurrencia es brisa que pone en movimiento ideas tiernas. Su paso las despierta y despereza como a sutiles hojas de árbol de ribera. Su llegada inaugura una danza que acaricia y envuelve y descoloca. Donde antes no veíamos más que un muro ciego, ella abre ventanales espléndidos preñados de horizonte. ¿Cuál es la trampa entonces? Que, a la par que generosa, es inconstante. Cambiante y cíclica, como cuanto forma parte de la naturaleza. Carece de botones y palancas para activarla a voluntad y con presteza. Si le apetece, viene; si no, nos da plantón sin un remordimiento. Ya octogenario, Juan Gelman contaba cómo cada noche se sentaba a esperar a «La Señora» ‒léase poesía, inspiración, ocurrencia al fin‒, y cómo, si a Ella no se le antojaba presentarse, «no hay forma de convocarla, ni metiendo los pies en una palangana con agua, como dicen que hacía Beethoven para componer».


Sería temeridad y estupidez prescindir de la ocurrencia por considerarla vacua. De extremo a extremo, la actividad mental o creativa que se reduce a una mera sucesión de originalidades embrionarias es asimismo absurda y aburrida. Muestrario de ocurrencias compulsivas que se lanzan a la cara del receptor como escupitajos. Quizá aquí esté el germen de la mala prensa de las ocurrencias: en el abuso de la idea espontánea ‒refulgente u opaca, sin criba ni desarrollo‒, que además parece haberse vuelto costumbre ahora que priman lo breve y lo veloz. Esa pseudogenialidad omnipresente devora sin tregua, cual especie invasora, el necesariamente sosegado hábitat donde crece el pensamiento. ¡Qué cansancio! Nada tienen que ver tales ocurrencias impostoras con la milagrosa belleza del hallazgo casual, ese caudal subterráneo que emerge ante la mirada atenta.