¡AHORA!, POR RUTH VILAR

Un artículo de Ruth Vilar


TRAVESÍAS: Desafíos




El desafío ha llegado de improviso. Andabas tan campante porque creías que le habías cogido ya el tranquillo a esto de vivir, cuando va y se presenta. Descarado. Apremiante. Inflexible.

Carece de modales e irrumpe como fuerza de la naturaleza. Te agarras a lo más sólido que encuentras, si es que a tu alrededor y de repente encuentras algo sólido. Si no, ¡qué remedio!, te abandonas al oleaje que su súbita venida ha desatado y confías en que el temporal amaine. Siempre acaba amainando. Eso dicen. «¿Será cierto?», te preguntas al cabo de mucho bamboleo.

Tan humano es el impulso de enfrentarse a ese desafío advenedizo como el de desear esquivarlo a toda costa. Se oye hablar del alma de héroe que albergamos en nuestro corazón. Quizá sea verdad en el fuero interno. Sin embargo, en el momento decisivo en que tal alma debiera sujetar el timón heroicamente, sucede que a menudo se queda acurrucada en su caparazón.

Para ahorrarnos la vergüenza de cruzar los brazos cuando más nos valdría agarrar los remos, fingimos no haber advertido la presencia del corpulento desafío. Sin inmutarnos, sostenemos que «Aquí no pasa nada». ¡Ya pueden sumergirse los bosques en la crecida! Negamos lo obvio, cual niños que escondieran la cabeza debajo de la manta y esperasen a que el monstruo peludo se desvaneciese en combustión espontánea.

Al desafío se lo reconoce porque hacerle frente excede nuestras fuerzas, recursos o aptitudes. No es un challenge banal, ese pueril simulacro que adereza con excitación el aburrimiento doméstico ‒ya saben, flexiones de brazos, toscos juegos malabares con botella de plástico o ascenso montés a paso ligero con ropa ajustada‒. El inoportuno desafío nos desestabiliza. Nos atañe y nos desazona. Y nos compromete, porque requiere nuestra participación inmediata. Que estemos o nos sintamos preparados le importa un comino.

¿No es un desafío esto que hoy nos visita? Feo, pestilente y abultado. Ni lo invitamos ni lo hemos recibido sobrados de ímpetu. En el teatro ya andábamos renqueantes. Se nos marcaban las costillas bajo la piel. ¡Malditas las ganas de embestir adversidades nuevas, cuando aún no nos habíamos despiojado de las viejas! ¿Qué hacemos? ¿Le damos dignamente la espalda con aires de nobleza dieciochesca? ¿Lo ignoramos con un sereno «Aquí no pasa nada», nosotros que tan bien sabemos declamar?

Cabe afrontarlo. A pesar de la irritación, la decepción, las dudas, el cansancio y el miedo. Tanto nos aflige la contemplación ‒en escena o en la calle‒ del individuo que sucumbe bajo el tonelaje de las dificultades que lo acucian, como nos emociona que trate de plantarles cara. No siempre vence David contra Goliat, pero necesitamos que cargue la honda y lance. Es en ese intento indefectible de conseguir lo improbable donde yace nuestra esperanza. Y es la certeza de su consecución ‒por infrecuente que ésta resulte‒ la fuente de donde mana nuestro entusiasmo. Que acertemos o erremos la pedrada importa poco, si lo comparamos con la acción misma de intentarlo. Ese intento es nuestro cometido. A través de la acción bien orientada alimentamos la esperanza y el entusiasmo. Lo otro es ceguera y catalepsia, antónimos evidentes del teatro.

¿Cómo que cuándo empieza la contienda? ¡Ahora mismo! ¡Ahora!

 

Imagen: "El Labrador de Café", Portinari.