"PARA SOÑAR Y HACER", POR RUTH VILAR

 Un artículo de Ruth Vilar

MONOGRAFÍA: Escribir para la infancia
 
 

Escribo, eso lo sé. Mas para quién, lo ignoro. ¿Escribo para niños? ¿Para ancianos? ¿Para adultos o jóvenes? ¿Para quien no ha nacido todavía? ¿Para muertos recientes u olvidados?

Escribo para niños, es verdad. Algunas de mis obras apelan más directamente a personas de una edad comprendida en esa franja que llamamos infancia. Lo que pasa es que enseguida el tiempo vuela y estos mismos lectores o espectadores de repente se han instalado en la adultez. También escribí las obras para ellos, para esos que serán al correr de tres décadas.

Luego escribo otros textos para criaturas ya bien creciditas, de entre veintiuno y ciento siete años (por poner una cifra orientativa prudente). En ellos me dirijo a esa porción de cada persona adulta que suele yacer arrumbada en un rincón, a su espíritu más transparente, vulnerable y palpitante: al niño y a la niña inextinguibles. «Yo sé que todos estáis abandonados; que llega la noche y no podéis salir de vuestras cabañas; que aquella cosa que guardáis con más cariño basta un segundo sueño para que desaparezca definitivamente», así reza Dragón, pieza inacabada de Federico García Lorca. Palabras que reavivan y remueven la infancia temblorosa de los adultos mansos, recios, domesticados o ajenos a sí mismos.

Así que, de algún modo difícil de explicar, supongo que escribo teatro para la infancia de todas las edades. Entonces, ¿qué diferencia establezco entre la primera clase de obra, propiamente dirigida a niños en la niñez y adolescencia, de ésta segunda? No las distingo por su grado de sencillez temática. Con frecuencia mis textos para niños o jóvenes tienen un carácter decididamente más filosófico que las piezas para adultos o ancianos. Matthew Lipman, cocreador con Anne Sharp del programa pedagógico Philosophy for Children, afirma que el interés por las cuestiones filosóficas es acuciante en la infancia, precisamente porque es el momento en el que más nos urge percibir y comprender cuanto aún desconocemos: a nosotros mismos, a los demás, el mundo, el Universo... Así que no escatimo complejidad en el asunto de la obra. Sí en su desarrollo, en atención a los recursos lingüísticos y de estructuración del pensamiento de tan jóvenes receptores. Procuro que la pieza pueda resultarles accesible y placentera, y que a la vez les plantee un cierto esfuerzo intelectivo e imaginativo. Algo así como que necesiten ponerse de puntillas para alcanzar una idea o una imagen que les queda un poquito más arriba de la altura adonde suelen subir a diario. Que les estimule a crecer. ¿Cuál es para mí el límite? Según consejo de Fabrice Melquiot, evito escrupulosamente «condenar a los niños a la desesperación». Por más sombría y cruda que sea la cuestión que trata la obra (la injusticia, el desamparo o el trabajo infantil, en esto no hay restricciones), y siempre sin edulcorantes ex máchina, centro la resolución en las opciones y los aspectos positivos reales que abren la situación a un cambio a mejor. Esto es, persigo un teatro que abrace la realidad y se oriente hacia su transformación, que sea un laboratorio de utopía aplicada.

Como ya se habrá visto, el teatro infantil de entretenimiento no me despierta interés. Tampoco simpatía. Dice bien Alain Badiou en su Elogio del teatro: «Entendámonos sobre la palabra entretenimiento. ¡En absoluto designa la risa, la alegría, la broma! Por entretenimiento se debe entender lo que se sirve de los aparentes medios del teatro (la representación, los decorados, los actores, las "réplicas que dan en el clavo"...) para reforzar las opiniones de los espectadores que evidentemente son las opiniones dominantes. Y hay que recordar sin cesar que lo propio de una opinión dominante es dominar realmente el espíritu de todo el mundo». Así que eso de que a los niños sólo cabe darles algodón de azúcar porque si no se aburren es una patraña. A quien los quisiera distraídos y dóciles le valdría cualquier cosa, con tal de que los hipnotizase o desbravase. ¿Por qué no dejamos de una vez de llamar teatro para la infancia a esas falsificaciones sin más aliento dramático que un inflable o un parque de bolas? Conozco las condiciones de representación de esa clase de teatro infantil, con salas atestadas en que el silencio brilla por su ausencia y con actores de vestuario llamativo que se encomiendan a la amplificación del sonido para existir. Aunque dé de comer a muchas compañías y salas, en demasiadas ocasiones será el único tipo de espectáculo escénico que el niño conocerá en su vida. ¡Qué pobre sucedáneo! ¿Contribuye eso a crear nuevos públicos para el futuro? ¿O como mucho asegura la taquilla venidera de los mismos formatos dominantes?

Escribo para personas completas, tengan la edad que tengan. Una niña de once años no me parece cuarto y mitad de persona. Y escribo para quienes los niños ya son hoy, sin afán de convertirlos en los adultos de mañana. A pesar de las trabas con que topan las formas más ricas y sutiles de teatro (ya que gozan de menos oportunidades de producción, estreno y distribución), es para ellas que escribo. Aunque la posibilidad de la puesta en escena de mis textos quizá sea remota y la de una temporada o una gira, quimérica, no concibo alimentar con mi escritura un teatro para la infancia que haga las veces de piruleta, sedante o canguro de los domingos.

Años atrás, en uno de esos encuentros bulliciosos alrededor de una mesa, una comensal niña tomó apaciblemente la palabra y pidió a la concurrencia que por favor escogiésemos un tema de conversación que nos interesase a todos y que nos escuchásemos entre nosotros mientras hablaba cada uno, porque si no aquello era un jaleo y no había manera de enterarse de nada. Quería participar plenamente de la reunión y no ser un jarrón decorativo ni menos aún el recipiente donde los adultos volcasen sus discursos torrenciales. Creo en un teatro para la infancia que siga esas mismas recomendaciones: un tema interesante y compartido, espacio para la aportación de todas las partes y un clima de escucha atenta. Obras así no sólo proponen un espectáculo distinto, sino que además plantean una nueva dinámica de comunicación serena entre semejantes. Desde el teatro para y con la infancia podemos contribuir a «romper la soledad» que asusta, paraliza y confunde a niños, padres y maestros, obstaculizando la relación y en consecuencia el aprendizaje, tal y como advierte el pedagogo y escritor Daniel Pennac.

Sé que la revitalización del teatro para la infancia no vendrá de su adecuación y sometimiento al gusto del consumidor. Pennac también nos reconviene a este respecto: la sociedad se ha impregnado de la creencia de que persona equivale a comprador y, de forma inconsciente, el individuo tiende a sentir, pensar y comportarse como cliente en todos los ámbitos de su vida. El «gusto del consumidor» no es espontáneo e inocente, sino recibido por asimilación y tiránico. Al lector y espectador se le pueden saciar momentáneamente los deseos, pero a sabiendas de que el capricho ansioso no se corresponde con sus necesidades fundamentales. Diríase que al lector y espectador infantil o adolescente (como al adulto y al viejo) se le puede dar cualquier cosa, porque así lo dictan las leyes del mercado. Pues no: esto es teatro y aquí no hemos venido a vender gominolas a granel. El teatro para la infancia puede y debe darles un poco de aquello que necesitan para vivir, para aceptarse y ser con mayor plenitud, para entender algo mejor la realidad, para soñar y hacer.


Ruth Vilar es escritora y directora de teatro, cofundadora de la compañía Cos de Lletra. 7 parells de peus (Oidà Editorial, 2023), Don Queharé (La Galera, 2009), Teatro sobre plano (AAT, 2017) y La pedra a trossos (RE&MA, 2016) son algunos de sus textos para la infancia. Además ha adaptado y representado espectáculos infantiles de pequeño formato a partir de la obra de Gianni Rodari, Roald Dahl y Joana Raspall. Conduce talleres de lectura y escritura creativa, también para niños y niñas.

Imagen: Portrait of a young woman reading, Dean Cornwell.