"CARICIAS QUE ESCUEZAN UN POCO", POR RUTH VILAR

Un artículo de Ruth Vilar

PRIMER ACTO, nº 354. 2018.
TRAVESÍAS: Intemperies




El ser humano vive a la intemperie. Está naturalmente sujeto a ella, igual que está sujeto a la respiración continuada y, en última instancia, a la muerte. Ahora vaya usted a decirle al ser humano este tipo de cosas a la cara. Si lo pilla de buenas, se hará el sordo de la manera más civilizada. Le cambiará de tema sin rebozo: “¿Te apetecen un vermú y unas olivas?”. ¿Y a quién no le va a apetecer más holgar un rato al sol y alegrarse el paladar y la panza que contemplar lo pavoroso de nuestra circunstancia? Brindemos, pues, y alabémosle a la aceituna la variedad y el aliño.

Insista luego con esa primera idea desapacible. El ser humano, tras comprender irritado que no le ha bastado con desentenderse y agasajarlo para zanjar la cuestión, se revolverá contra usted: “¿A la intemperie, yo? ¡Tú me tomas por otro! Si yo tengo [y aquí recitará la lista de propiedades, productos y servicios con los que sacia su anhelo de protección: patrimonio, seguro de vida, frenos ABS, un plan de pensiones]”. Para él, intemperie es indigencia. Cielo raso. Incertidumbre. Miedo. Incapaz de asentir a lo irrefutable –esto es, que está expuesto a las mudanzas del tiempo–, el ser humano se ha ingeniado un catálogo casi infinito de medios para engañar su temor como quien engaña el hambre: impermeables, techumbres, verjas, guardaespaldas, patria, distracciones. Creyéndose bien cubierto bajo todas esas supuestas garantías de amparo, se envalentona y no aguanta que le chisten.

¿Quién va a seguir cantándole al ser humano lo que no quiere oír? ¿Quién sino el arte se obstinará en señalarle a las claras lo que no quiere ver? INTEMPERIE, INTEMPERIE, INTEMPERIE. Ese vértigo que se abre como un despeñadero en el centro del pecho, ese dolor oscuro que procuramos aliviar de cualquier modo, no es más que la voz de la intemperie que ulula recordándonos que le pertenecemos. En este imperio vigente de la comodidad y la seguridad de cartón piedra, ¡cuánta falta nos hace un arte honesto y firme, que no les baile el agua a esos valentones asustados ni aún menos a quienes sacan tajada de ese miedo!

Celebremos una intemperie más compleja y real: la que encierra la maravilla de lo infinito, lo inasible, lo imprevisible, lo inefable. Son enjambre los seres humanos decididos a sacrificar su vida y la de los demás en el formidable altar de la Certeza. Ofrezcámosles un arte disidente que les recuerde que en esto de vivir no existen garantías, si acaso parches o simulacros. Un arte exento de sadismo, pero cuyas caricias escuezan un poco. Un arte que clame “INTEMPERIE”, no necesariamente en el desierto –aunque haciéndolo allí confirmaría la evidencia de su argumentación–, sino donde menos parece venir a cuento: en la confortabilidad fortificada de las ciudades, en los locales cerrados y en los espacios compartidos en que nadie se reconoce solo ni amenazado. Precisamente donde mayores son y más escondidas están las intemperies íntimas.  
 Fotografía de Salva Artesero