La
necesidad de reconocimiento es, en gran medida, una necesidad de
absolución.
Joan
Rivière, “La femineidad como máscara”.
LA
NECESIDAD DE RECONOCIMIENTO
Sostener que la
privación de un reconocimiento en pie de igualdad es la losa que
sepulta la veracidad, la belleza y el valor auténticos de un
sinnúmero de piezas escritas por mujeres, comporta afirmar al mismo
tiempo que la labor creadora depende de la legitimación ajena y que
ésta está sujeta a baremos sociales para los que las virtudes de la
obra en sí cuentan menos de lo que debieran.
Sin
embargo, en lo artístico el reconocimiento no es sino un
efecto colateral de la creación, ocasionalmente coherente con los
méritos reales de lo creado, y que en modo alguno cabe considerar un
objetivo primordial o un elemento fundamental. Salvo
en estadios muy tempranos de la trayectoria del artista –en
los que resulta comprensible que un cierto grado de aprobación
externa constituya un empuje con que afirmar el paso–,
el reconocimiento es artísticamente accesorio.
Desnudémoslo de una vez de la túnica iridiscente con que lo viste
el pensamiento mágico, que susurra íntimamente que obtenerlo
supondrá haber sido absuelto y ungido, haber accedido a la
iluminación o al paraíso. Despojémoslo también de las armas que
le atribuimos: tanto de la espada de la perpetuación del sistema de
clases como de la hoz portadora de justicia social.
Reduzcamos
el reconocimiento a lo que es: una herramienta que trae consigo
visibilidad y repercusión; un útil que facilita la comunicación de
la obra –favoreciendo que ésta alcance efectivamente a los
receptores a los que se destinaba– y que contribuye a la
supervivencia material del creador –de manera que, ¡oh,
carambola!, ¡oh, prodigio!, pueda seguir creando y perfeccionando su
arte–.
LAS
ADUANAS DEL RECONOCIMIENTO
Retomemos
nuestra reivindicación inicial: “un reconocimiento en pie de
igualdad”. ¿A qué clase de igualdad nos encomendamos? El
presupuesto de la ventaja biológica masculina en base al cual se
establecen categorías separadas para hombres y mujeres en tantos
deportes de competición, no procede aquí: ni la creación teatral
es competitiva –sino altamente colaborativa–, ni en lo
intelectual y artístico valen distingos. Por lo tanto, un teatro
paralelo, espoleado por la discriminación positiva y marginal en
cuanto femenino, se me antoja mal remedio. Si nuestra idea de paridad
es cuantitativa y se cimienta en la sola noción de género, nos
estaremos contentando con salpimentar graciosamente la olla que ya
bulle al margen de ese valor artístico esencial.
Me
refiero a la olla donde lo creado se cuece y se echa a perder en la
salsa de los mecanismos de socialización y prestigio. Los mismos
antropólogos, sociólogos y psicólogos que aún continúan tratando
de dilucidar qué porción de la identidad femenina o masculina
responde a imperativos biológicos y cuál a la imposición de
construcciones psicológicas, están de acuerdo en el hecho de que la
organización social humana y el reparto de tareas se ha estructurado
con mayor frecuencia a lo largo de la historia atendiendo a la
distinción sexual. En consecuencia, los citados mecanismos de
socialización y prestigio –asociados al intercambio de favores,
regalos, complicidades y gratitudes– se habrían desarrollado con
mayor vigor en ambientes predominantemente masculinos. El hombre se
habría adueñado de la esfera pública.
Según
esta hipótesis, el escollo con que topará la creadora que salga a
entregarle su obra al mundo será un entorno de carácter varonil,
hermético o extranjero para ella, que la obligará a desplegar
artificialmente aptitudes de gregarismo y diplomacia; esto es, le
requerirá un esfuerzo de adaptación suplementario, ajeno al arte en
sí mismo, y por tanto objetivamente superfluo.
Mas
¿nos frena sólo a nosotras esta barrera? ¿No expulsa también al
creador que no sepa o no quiera entrar al trapo de la camaradería y
el compadreo? La aduana de la socialización es constitutivamente
vulnerable a las inclinaciones u obligaciones de los aduaneros. Por
eso, la administración del reconocimiento –y de los recursos
materiales que éste comporta– debería abandonar tales
andurriales. Poco importa si los buenos propósitos y la corrección
política previenen realmente nepotismos, endogamias y lealtades
personales que invaden lo profesional; lo que aquí cuestiono es que
lo artístico navegue impunemente al viento de lo temporal –ya sean
prejuicios de género, afectos particulares, subordinación
jerárquica o mercadotecnia–.
La
igualdad que yo quiero mide con la misma vara el valor artístico de
cada obra, decide qué eco, continuidad, espaldarazo, sitio y sostén
merece, y se los concede de forma consecuente. Sea su autor hombre o
mujer, dicharachero o eremita, influyente o invisible, anteponiendo
el qué al quién.
Igualémonos
mujeres y hombres allí, por encima del listón más alto; no
aspiremos a ir sacando la cabeza en una línea de flotación
corriente –o, peor aún, mediocre– compartida. Crezcamos en la
obra, y en ella trascendamos. No anclemos nuestro horizonte al lugar
donde otros recibieron aplausos; empujémoslo mucho más allá, hasta
donde se vislumbra la grandeza artística de la obra.
QUE
SALGA LA AUTORA
Nuestra
verdadera rebelión –dramática y humana– pasa por permitir que
salga la autora. ¿Qué entiendo por permitir que salga? En
primer lugar, detectar de qué modos sutiles la necesidad de
reconocimiento empaña, tuerce o pervierte la naturaleza de nuestra
obra, y cómo la percepción de un entorno escasamente propicio,
sujeto a parámetros volubles y poco sensibles al arte en sí,
envenena la fuente de nuestra creación. Luego, contener esa
desvirtuación –confusa o interesada, complaciente o desesperada–
y escuchar con renovada atención el mundo interior que nos condujo
hasta el papel o la sala de ensayos. Finalmente, poner todo el empeño
en expresarlo de la manera más veraz, bella y valiosa.
Nuestra
misión es conseguir que la obra sea. Que se manifieste en plenitud,
con complejidad, y que venga a alumbrar los rincones oscuros. No nos
corresponde a creadoras y creadores decidir qué recepción le
espera. Todo lo más, podremos acompañarla de la mano un trechito.
Alentémosla y que ande el camino que encuentre. Ella misma,
generosamente acogida o categóricamente ignorada, dará fe de la
visión o la ceguera de esos aduaneros que en su propio tiempo se
guiaron por caprichosas razones para abrazarla o rechazarla.
Que
el reconocimiento sea algo deseable y digno de persecución admite
objeciones sensatas; Tennesse Williams calificó el éxito que tan
bien conoció de catástrofico. Pero que la creación merece, exige y
recompensa una dedicación honesta de su hacedor es simplemente
indiscutible.
Saldrán
las autoras y saldrán los autores cuando nuestro objetivo último se
ciña nada más –¡nada menos!– que a concebir y ejecutar obras
vivas y sólidas capaces de agitar y deslumbrar sin distinción a
hombres y mujeres.
Las puertas del drama Extra nº1. 2016
Mujeres que cuentan (Especial autoras)
RUTH
VILAR (Zaragoza, 1978). Escritora, directora y actriz, miembro de la
compañía Cos de
Lletra. Licenciada en el Institut del Teatre de Barcelona y
máster de Creación Literaria en la Universitat Pompeu Fabra. Ha
escrito una decena de obras de teatro, entre las que destacan La puerta blindada (Teatro Lagrada, 2016), Muescas más hondas (Teatre Akadèmia, 2016), Esa
manzana amarga
(Nuevo Teatro Fronterizo, 2016), Cinc
vares de terra
(Teatre Romea, 2015),
La
tràgica mort de la barbuda
(Primavera Vaca, 2013) y El
despiece
(Obrador, 2011), así como numerosas piezas breves agrupadas en la
serie Objetos
punzantes
(La infinito, 2016). Directora y dramaturga de sus textos La puerta blindada y Muescas más hondas, y de La
cua del Paradís
de Pere Calders (Teatre de Ponent, 2013),
Los niños tontos de
Ana María Matute (Círcol Maldà, 2012; finalista en el Certamen de
Directoras de Torrejón de Ardoz 2014) y Mañana,
mañana (Teatro inconcluso) de
Federico García Lorca (Círcol Maldà, 2011). Colaboradora de
Quimera,
ADE
Teatro,
(Pausa.)
y
Cos
de Lletra Escrits Teatrals,
donde ha publicado artículos, reseñas, entrevistas sobre teatro y
textos dramáticos originales. Escribe habitualmente en Las
uñas negras,
bajo el seudónimo de Pepa Pertejo.