Ruth Vilar, Quimera, septiembre 2015
Max, el primer texto publicado de Juan Benet, es una pieza dramática. Desde entonces, la escritura teatral acompañó a su autor durante dos décadas, ya fuera como parte de su obra literaria, ya fuera como campo de pruebas. A pesar de la escasa curiosidad que ha despertado, su producción dramática –enteramente accesible desde 2010 gracias a la edición de su Teatro completo, a cargo de Siglo XXI y de Miguel Carrera– se asienta sobre las mismas bases de experimentación, exploración de la palabra y cincelado del estilo que sustentan toda su obra, y contiene y desarrolla sus mismos motivos recurrentes e inagotables. También en la escritura teatral, y quizá particularmente en ella, Juan Benet “sale en busca de unos hechos que no sólo desconoce sino que ni siquiera sabe si existen” (La inspiración y el estilo, 1966).
Cabría
distribuir las obras de teatro de Juan Benet en dos compartimentos distintos,
que no estancos. A saber: su teatro literario y su teatro privado –festivo o
amistoso–.
Engrosan
esta segunda categoría los textos escritos para amenizar los encuentros de la
Orden de Caballeros de Don Juan Tenorio, grupo lúdico y erudito entre cuyos
miembros se contaban Pepín Bello –Comendador de la Orden–, Fernando Chueca
–primo de Juan Benet– o Julián Marías, entre otros. Cada mes de noviembre celebraban
una cena seguida por la representación de una obra que interpretaban ellos
mismos, y que había sido compuesta por uno de los Caballeros de acuerdo con el espíritu
tenebroso y fantástico del clásico de Zorrilla. A fin de escoger esa pieza
anual instituyeron el Premio Mejía, con el que distinguieron las benetianas El Burlador de Calanda (1952) y El salario de noviembre (1954). Ambas
fueron recogidas en el volumen Teatro
Civil 1949-1959 (1960), en que la Orden daba cuenta de sus actividades con solemnidad
irónica. De esa confraternización parecen también surgidas la broma taurina y
decadente El último homenaje (1959) –texto
de Benet y Pepín Bello–, El entremés
académico: un fraude del amor (1963), “escrito al gusto toledano para la
Navidad de Munárriz” y plagado de equívocos de cariz sexual, y El Barbero y el Poeta (1968). El preparado esencial (1965),
“especialmente escrita para la Navidad de Coria, y al gusto castellano” –enredo
de pócimas, herencias, bastardos y astronomía en la Primera República–, comparte
con las anteriores el ánimo de jolgorio en buena compañía; en este caso, la de
los amigos Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio y su familia.
Ninguna de
estas obras, cuya buena factura en nada desmerece la producción pública de su
autor, forma en rigor parte de ella. No sólo por su carácter de textos ad hoc; sobre
todo porque se ciñen a cánones dramáticos clásicos y, aunque los subviertan o
exacerben para regocijo general, no consiguen apartarse de ellos en busca de
territorios ignotos o zonas de sombra. El
salario de noviembre, sin embargo, se aproxima en muchos aspectos –la narratividad, el sinsentido, los
parlamentos superpuestos– a su teatro literario, y los cuatro IMBÉCILES que
suspiran por un misterioso salario están tan bien emparentados con su remoto
antepasado isabelino, el ENTERRADOR de Hamlet,
como con sus contemporáneos VLADIMIR y ESTRAGÓN.
En ese mismo
espacio intermedio, doble fondo entre ambos cajones, se sitúan El verbo vuelto carne y Apocación –que Miguel Carrera data antes
de 1955 y después de 1972, respectivamente–. El primero, drama de juventud, constituye
mucho más que una tentativa: por una parte, laten en él muchos de los temas que
rondará, visitará y desplegará Juan Benet durante cuarenta años –la decrepitud,
el rencor, la espera solitaria, el temible regreso de los agraviados que
reclamarán lo que se les negó o arrebató, la indeterminación del espacio y del
tiempo reducidos a ruinas en un páramo azotado por el viento–; por otra, la simultaneidad
de los monólogos: YO, TÚ y ÉL articulan una ensordecedora polifonía de
reproches de las tres personas –¿del verbo?, ¿de Dios?–. El segundo, Apocación, es una brevísima tragedia que
salva, en tres actos mínimos, la distancia que va del amor, al odio y la muerte.
Con ella zanja cuatro lustros de inmersiones periódicas en el género teatral,
en el “idioma escénico, que fascinaba a Benet y en el que, de haber subido sus
obras a las tablas en vida, habría –así lo aseguraba él– insistido”, tal y como
afirma Vicente Molina Foix en “Benet comediante” –docto y afectuoso prólogo a Teatro completo que brinda un análisis conciso
de las distintas piezas, las contextualiza en la obra y la vida de su autor, y
establece con conocimiento de causa los vínculos que las unen a textos de otros
autores–.
En el compartimento principal encontramos el teatro
literario de Juan Benet, porción de pleno derecho de su creación literaria.
Porción en modo alguno marginal o anecdótica, sino básica, pues en ella exploró
ampliamente y a conciencia los límites de la palabra sola llevada al extremo y
despojada de toda acción. En carta a Carmen Martín Gaite explicaba: “La obra
[de teatro] no se sostiene; sólo el papel, como decía el viejo Entrecanales, lo
aguanta todo. Y es una pena. Llevo un cierto tiempo dándome de bruces contra el
mismo muro. No puedo dejar de estar convencido de que ‘cabe’ un teatro sólo de
la palabra. Pero así como el agua pura es impotable […] y necesita una
proporción de sales e impurezas para ser tolerable al organismo, así el teatro
de la palabra necesita una proporción de acción para ser tolerable al
espectador. El problema se sitúa donde siempre, ¿dónde está el perfecto
equilibrio entre acción y palabra? A posteriori es muy fácil decirlo, pero a
priori no resulta tan cómodo, porque en el reino de la palabra toda intromisión
de la acción se convierte en palabra y todo lo que no sea eso es pequeño adorno
de poca entidad. Por consiguiente, en el mismo reino cohabitan dos razas
diferentes: la palabra-palabra y la palabra-acción, que son capaces de convivir
y conllevarse porque tienen la misma vestidura pero nada más”. ¿Acaso no es
esta exploración la que cimienta el monumento de su estilo? En buena medida,
por tanto, el teatro constituye para Juan Benet un excelente sustrato que
nutrirá su narrativa y la expresión verbal de “los latigazos de su pensamiento”
–como los definió Javier Marías–.
El teatro literario de Juan Benet comprende Max (1953), Anastas o el origen de la Constitución (1958), Agonia confutans (1966), Un
caso de conciencia (1967) –El
caballero de Franconia sería una versión inicial de esta obra– y por encima
de todas ellas La otra casa de Mazón
(1970).
Max es una pieza de ambientación circense, reflexión o
premonición sobre la creación artística como renuncia, oposición al público y
persistencia en el fracaso con la voluntad y el esfuerzo puestos en un fin más
alto. Apareció en la entonces flamante Revista
Española, y a decir de Carmen Martín Gaite fue Alfonso Sastre –dramaturgo,
fundador del grupo Arte Nuevo y promotor del Teatro de Agitación Social– quien
influyó para que se publicara. No se trata de “un cuento en forma de teatro” –aunque
como tal lo considera John B. Margenot III– sino de una obra dramática con un
uso expresivo del espacio, la repetición, la progresión y la evolución de los
personajes, sus emociones y las relaciones que establecen entre sí. Vicente
Molina Foix señala que “detrás de esa tragicomedia está el expresionismo
alemán, tanto teatral como cinematográfico, reforzado por la vena grotesca y
arlequinada que yo veo en la literatura de Benet (por no decir en su persona
íntima, dada a crear alter egos
faranduleros […])”. En efecto, Max es
expresionista en la elección del tema del artista y el hombre malogrados, y en
la forma que adopta: trazo grueso y luz contrastada que ponen de relieve las
devastadoras sutilezas del alma; personajes bautizados según la función que
cumplen –sólo Max y Bárbara tienen nombre propio, sólo ellos son individuos–; un
público monstruoso y hastiado que ocupa el escenario –reflejando al público
real de una hipotética función–; la infrecuente y extrema verticalidad de la
acción anhelada y perfecta, el salto, y la contundente violencia con que se
echa a perder. A pesar de que su autor la creyese irrepresentable, la compañía
Rayuela llevó Max a escena en 1998,
en un espectáculo de títeres que gozó de reconocimiento en distintos
festivales.
Entre 1954 y 1957 Juan Benet trabajó en un drama que no
se ha conservado, “y donde, por primera vez –y derivado muy directamente de la
lectura de Frazer–quedaba esbozado el tema de Región y del guardián del
bosque”, según le escribiría a Félix de Azúa en 1970. Esta obra perdida no sólo
sería el germen de La otra casa de Mazón
–que Benet construyó sobre su cañamazo–, sino que además prefiguraría el locus horribilis regionato varios años
antes de la escritura de “Baalbec, una mancha” –narración contenida en Nunca llegarás a nada (1961), que Dámaso
López García consideró “precursora de la saga personal del novelista” y David
K. Herzberger, primera creación de esa comarca mítica–.
Le siguió Anastas o
el origen de la Constitución (1958), comedia grotesca ubicada en una época
indeterminada en el Salón del Trono de un reino impreciso. Su rey, ANASTAS,
tirano constitucional atormentado por LA SOMBRA DEL REY PHOCAS, a quien habría
usurpado la dignidad a sangre y fuego, reúne al consejo. El argumento no es
sino un juego de fidelidades y traiciones: réplica tras réplica los personajes se
enmarañan en despropósitos con los que creen estar tejiendo una estrategia invencible;
una vez consigan desembarazarse de este rey, el juego se perpetuará con quien
lo suceda. Juan Benet profundiza en una retórica del absurdo, hilarante y
desazonadora, que prolifera y trepa y se enrosca desaforadamente para acabar
conduciéndonos allá donde en realidad iríamos de todos modos: a ninguna parte. Anastas o el origen de la Constitución
ha sido objeto de numerosos montajes, que Miguel Carrera enuncia y celebra en
su nota: “En 1972 se estrena, en el Distrito Federal, un espectáculo basado en
dicha pieza. […] Tanto en el plano editorial como en el crítico, la suerte de Anastas es semejante a la del resto de
la dramaturgia benetiana. En la escena, no obstante, conoce una inesperada
difusión y un más que notable éxito: hasta quince montajes hemos llegado a
registrar, repartidos entre España, México y Portugal”. Quizá haya contribuido
a ello la inteligibilidad de la anécdota, de la situación y de los personajes, comparada
con la incertidumbre deliberada que desdibuja los contornos de las tres
siguientes.
Agonia confutans (1966) lleva al límite la palabra-palabra. El
lector-espectador queda avisado del carácter poco convencional de la pieza desde
la advertencia inicial de EL CENSOR: “Señores: en vista de las crecientes
dificultades que presenta el negocio de la escena, hemos decidido simplificar
muchas cosas. Así pues, para una mayor claridad y mejor comprensión de la
representación se ha prescindido de la continuidad de las escenas. Por
consiguiente, éstas se desarrollarán de acuerdo con un orden, aunque un tanto
arbitrario. […] Por nuestro gusto también habríamos prescindido del escenario y
del elenco, pero ello no ha sido posible por razones técnicas que no vienen al
caso. Por lo que respecta al público, su presencia, o la falta de él, es cosa
que a él incumbe y a él toca decidir”. Durante los dos actos que componen la
pieza, CORPUS y PERTES –personajes indefinidos– mantienen un diálogo que
compromete todos sus sentidos y en el que dilapidan todas sus fuerzas. Se
rebaten y confunden sin freno ni esperanza, el uno al otro y cada quien a sí
mismo, y el remolino de argumentos y refutaciones sólo amaina cuando acuerdan
trasmutarse. Entonces se invierte el equilibrio de fuerzas sin que cese el
enfrentamiento. Aunque esa amarga convivencia en pie de guerra remita a la
sartriana A puerta cerrada, a
diferencia de ella Agonia confutans
sostiene con firmeza la inconcreción de la situación y se concentra en una
avalancha de pensamiento literario que, tal y como lo describe Javier Marías en
“Volveremos”, “no está sujeto a argumento ni demostración –tal vez ni siquiera
a la persuasión–, no depende de un hilo conductor razonado ni necesita mostrar
cada uno de sus pasos; por consiguiente, le está permitida la contradicción. En
libros distintos o dentro de un mismo texto un escritor puede decir –o hacer decir
a sus personajes– cosas opuestas que sin embargo parecerán igualmente
verdaderas o lo serán […]: mientras cada uno de ellos habla, cada uno tiene
razón”. Agonia confutans apareció por
primera vez en 1969, en la revista Cuadernos
Hispanoamericanos. Éditions de Minuit la publicó en francés en 1995, coincidiendo
con el estreno del montaje dirigido por Daniel Zerki.
En 1967, año en que se publica Volverás a Región, Benet escribe Un caso de conciencia. Cabe destacar, por su sentido altamente escénico,
dos de los presupuestos que el autor formula en su advertencia previa: “cada
protagonista deberá poseer y evidenciar una forma peculiar de decir los apartes
que, con independencia de los matices impuestos por cada circunstancia y
contexto, representará ese ánimo (que nunca se ha de confundir con la
sinceridad) con que cada personaje reflexionará ante sus propias confesiones” y
“no existe una correlación cronológica del discurso –ni siquiera en los
diálogos– por lo que [son] simultáneas ciertas situaciones por obra exclusiva
de una memoria presente en la escena”. Esto es, la insinceridad de cada quien
para consigo mismo y la dimensión física del recuerdo, capaz de convocar
tiempos distintos sin orden ni concierto. La palabra es violenta y los
personajes se hieren descomedidamente con ella. Emergen elementos como la
SOMBRA DEL GUARDA, la espera y el regreso, la amenaza imprecisa que se maldice
y desea –aquí, la cama de las bolas–, la culpa, el hastío. La palabra se estira
hasta casi quebrarse. Se suceden las afirmaciones contundentes, las
proposiciones tajantes, los postulados solemnes, y a pesar de su aparente
solidez –o precisamente por ella– todas se derrumban a renglón seguido, como un
castillo de naipes demasiado pesados. En 1971, la editorial Siglo XXI recogió Un caso de conciencia junto a Anastas o el origen de la Constitución y
Agonia confutans en su volumen Teatro.
Finalmente, en 1970 Juan Benet concluye La otra casa de Mazón. Este texto,
novela en su sentido amplio de construcción discursiva e híbrida capaz de
contener el mundo, se desarrolla en su mayor parte como una obra dramática. Con
La otra casa de Mazón –“escrita con
un propósito literariamente muy ambicioso”, como él mismo confiesa a Félix de Azúa
en la carta citada–, Juan Benet culmina su aprendizaje dramatúrgico e incorpora
decididamente lo teatral a su narrativa, aunando géneros que se consideraban
–que todavía se consideran– incompatibles.
Es de todos sus textos dramáticos el más elaborado y coherente con su
producción literaria. Con él rompe una lanza por la hibridación, la mixtura, el
atrevimiento literario consciente, y con él, de algún modo, agota un camino
exploratorio –que Apocación no
tardará mucho en clausurar–. Seix Barral publicó La otra casa de Mazón en 1973 y, como Benet ya había predicho
irónicamente, obtuvo poco más que incomprensión y una consideración de obra
intrascendente.
De Juan Benet escribió Carmen Martín Gaite que “admiraba sobre todo lo que estaba
amenazado por las sombras de la incertidumbre, lo que se inventaba jugando,
contradiciendo las reglas habituales”. A ella iba dirigida la carta donde Benet
proclamó que “en alguna medida tiene que ser irresponsable todo aquel que
inventa; volviendo la oración por pasiva, si se hace responsable es de algo,
luego ya está inventado”.