Ruth Vilar, Quimera, julio-agosto 2015
La novia del
sepulturero: así titula Angélica Liddell el diario que engrosa
su volumen más reciente, Ciclo de las
resurrecciones (La uÑa RoTa, 2015). Un diario que acumula anotaciones
inconexas y citas textuales de otras lecturas, que registra sueños y procesos
físicos o psíquicos extremos –insomnio, incapacidad de alimentarse, euforia
mística seguida de despeñamientos atroces– y que nutre sin filtrado ni
decantación las obras creadas durante el período que cubre, de abril de 2013 a
septiembre de 2014. Un diario que, además, revela asociaciones, certidumbres,
imágenes y presentimientos, una visión del mundo perfectamente coherente con
aquella que proclaman a voz en cuello y a corazón abierto sus textos
dramáticos.
Porque en eso consiste la obra de Angélica Liddell: en declarar o
vomitar una cosmovisión nacida de una sensibilidad exacerbada: “Si nadie ve lo
que yo veo, qué haré, ¿Señor?, sino seguir mi camino sin compañía”. La lectura
de sus textos más recientes –recogidos por la editorial segoviana en tres
libros: La casa de la fuerza (2011), El centro del mundo (2014) y Ciclo de las resurrecciones (2015)– nos
ofrece una perspectiva de su personalísima aportación como dramaturga, dejando
al descubierto la urdimbre vital sobre la que se tejen los títulos que van desde
Anfaegtelse (2008) hasta You are my destiny (2014).
Nótese que nos referiremos a las obras impresas, a la porción
estrictamente verbal de una producción que comprende un complejo universo
visual y sonoro, basado en la estética de la provocación y desarrollado durante
años a través de la exploración escénica que Angélica Liddell ha llevado a cabo
en el seno de su compañía Atra bilis. De algún modo, reduciremos su obra a la
escritura, que ella misma reivindica como motor fundamental de su creación:
“Me
costaría más renunciar a escribir que a la representación escénica. Esto me
dolería, pero no podría prescindir de la escritura, tiene más que ver con mi
carácter, tiene más que ver con la soledad del autor con su obra”. [Óscar
Cornago, Conversaciones con Angélica
Liddell, 2005.]
Así, nos remontaremos al verbo aún intacto. Artificialmente íntegro,
si damos crédito a la noción de su creadora según la cual la propia naturaleza
teatral del texto entraña una condena a la destrucción:
“Las
palabras dramáticas llevan todas un cáncer dentro, y ese cáncer es la
representación. […] son palabras enfermas que luego van a morir en la escena,
van a morir en el cuerpo del actor, en la voz del actor, en la garganta del
actor. Son moribundas. Cuando lees, estás leyendo una especie de enfermedad que
luego vas a ver cómo se transforma en el cuerpo. La escena no es el lugar de
realización de la palabra, sino el lugar de su acabamiento, de su final, de su
muerte. En la escena el texto va a morir”. [Óscar Cornago, ob. cit.]
¿Cabe atribuir el reconocimiento que el público y las instituciones
teatrales le han prodigado en Francia –y que en diciembre de 2014 la movería a
repudiar públicamente la escena española– a la preponderancia que, tal y como
señalaba Todorov, vienen ejerciendo el nihilismo y el solipsismo en la vida
cultural del país en lo que va de siglo? Nihilismo y solipsismo que, según
argumentaba el teórico franco-búlgaro en La
literatura en peligro (Galaxia Gutenberg, 2009), descansan en la idea de
que:
“los hombres son estúpidos y malvados, la
destrucción y la violencia muestran la verdad de la condición humana y la vida
es el advenimiento de un desastre. [...] La corriente nihilista conoce una
excepción principal, que tiene que ver con el fragmento del mundo constituido
por el autor mismo. [Éste describe] con todo detalle sus emociones más mínimas,
sus más insignificantes experiencias sexuales y sus reminiscencias más fútiles:
¡cuanto más repugnante es el mundo, más fascinante es el yo! Por otra parte,
hablar mal de uno mismo no destruye este placer, ya que lo esencial es hablar
de uno mismo y lo que se dice es secundario. La literatura ya no es más que un
laboratorio donde el autor puede estudiarse a placer y tratar de entenderse.
Podríamos calificar esta tendencia de solipsismo, por el nombre de aquella
doctrina filosófica que postula que el propio yo es el único ser existente”.
De considerar que sí, estaríamos obviando dos de los puntales de la
escritura de Angélica Liddell. En primer lugar, su talento para extrapolar los padecimientos
y los pecados individuales a un contexto colectivo, que le permite atar cabos
entre la mezquindad cotidiana –ésa que cada quien admite, e incluso fomenta, en
sí mismo– y las plagas unánimemente reprobadas que asolan el mundo. En segundo
lugar, la mística mundanal, atea y paradójicamente devota que impregna sus
textos. Su nihilismo y su solipsismo, innegables, no resultan herméticos porque
enraízan en las profundidades de lo humano: el anhelo de creer –violentamente
frustrado y renovado contra toda sensatez o pronóstico– desborda sus palabras.
Estallan las costuras de cada negación tajante, incapaces de contener por más
tiempo una afirmación rotunda y gozosa. Y viceversa. Angélica Liddell transita
los extremos de la emoción y del pensamiento.
Leídas en el mismo orden en que fueron estrenadas, estas nueve obras
dan fe de una metamorfosis que parte de la furia más cruda y, a través de la
ascesis laica, desemboca en la entrega sin reservas:
“AMO
MI ENFERMEDAD, no erráis en el diagnóstico, quién si no iba a levantar
pabellones de oro que colmen la necesidad de belleza de vuestros hijos”.
Anfaegtelse
(2008), Te haré invencible con mi derrota
(2009), La casa de la fuerza (2009), Maldito sea el hombre que confía en el
hombre (2011), Ping Pang Qiu (2013),
Todo el cielo sobre la tierra (el
síndrome de Wendy) (2013), y Ciclo de
las resurrecciones (2014), trilogía formada por Primera carta de san Pablo a los corintios, Tandy y You are my destiny,
son los sucesivos tramos de ese trayecto, encadenados entre sí por la recurrencia
de las obsesiones irresolubles que acosan a Angélica Liddell y por el despliegue
progresivo de un lenguaje visionario, arquetípico y poético, que no sólo no
teme ser bello sino que cifra en esa belleza su capacidad para conmover al
espectador:
“El
teatro es un momento de sufrimiento, un dolor compartido. [...] Son conciencias
individuales que se unen, grandes esfuerzos individuales que se juntan en ese
ritual de conflictos que es la misa escénica, la congregación. Es algo muy
primitivo”. [Óscar Cornago, ob. cit.]
Quizá sean el sufrimiento y la miseria existenciales los ejes que
atraviesan la producción dramática de Angélica Liddell, y los motivos que
aborda y la forma con que los modela, variaciones sobre esos mismos temas:
“Mi
trabajo consiste en examinar mi propia escoria. Y la escoria de la que están
hechos los demás. ¿Qué esperaban? Si alguien se dedica a examinar su propia
escoria es normal que le salte a los ojos la escoria de los demás”.
Nos habla del amor que nos es concedido –o del que se nos priva– como
origen último del dolor; de su dosificación como mecanismo de violencia; de la
soledad y de los medios brutales con que tratamos de paliarla; de la sutil
relación entre el desprecio que infligen y la dependencia con que
correspondemos; de la autodestrucción o la autocosificación
como vías desesperadas hacia la ataraxia o la anestesia; de la injustificada
confianza del hombre en el hombre; de la podredumbre del pacto social –con la
institución familiar a la cabeza–; de la infelicidad como condición sine qua
non para la comprensión; de la inutilidad de la victoria; de la debilidad
aberrante como único freno a la ferocidad humana; de la extinción como utopía;
etcétera.
“Simplemente
ves a la gente por dentro, nada más. Cada vez que tienes a alguien delante,
tienes a la humanidad entera, los ves por dentro. Eso te impide querer a nadie.
Si les quisiera no podría pensar. Si tuviera que estar pendiente de herir o de
no herir, de ofender o de no ofender a las personas a las que conozco, no
podría describir el mundo, no podría hacer bien mi trabajo, no podría pensar.
Así que los veo por dentro. Los veo por dentro.”
El teatro de Angélica Liddell no se afirma sobre la lucidez, sino
sobre esa cosmovisión convulsa que, aunque ha absorbido los dogmas y la
iconografía de la religión, se revuelve contra el valle de lágrimas. Es una
Virgen Dolorosa que rechaza la maternidad y se subleva:
“¿Por
qué no me quitas la rebelión? Si estás decidido a seguir jodiéndome la vida, a
seguir humillándome, a seguir haciéndome daño, a seguir engañándome, por qué no
me quitas al menos la rebelión. Hazme sumisa. Quítame la rebelión. ¿Por qué cojones
no me quitas la rebelión?”.
Sus textos rezuman elementos bíblicos; en ellos, la
autora-protagonista se somete hasta la extenuación al entrenamiento físico, al
sexo anónimo o al aprendizaje de idiomas, como a una penitencia; sus montajes
están ritualizados y su banda sonora –clásica, folclórica, kitsch– acentúa ese componente ceremonial. Poco a poco, la Angélica
Liddell que se erigía en sacerdotisa de la revuelta interior y decretaba “odiarás
a los otros tanto como a ti mismo. Y pensarás gracias a la rabia”, se
convertirá en la depositaria de una verdad inasible y revelada en Ciclo de las resurrecciones. No
entregará las armas, sino que las pondrá al servicio de un designio más alto:
“¿Cómo
es posible, Señor, cómo es posible que no estemos todos locos de amor?”.
Su producción entreteje el relato autobiográfico descarnado y el poso
incrédulo del cristianismo con las manifestaciones reales de lo apocalíptico: el
destino de Jacqueline du Pré, el uso de la fuerza en Israel y la proclamación
del Día de la Ira, las masacres de mujeres en México, el esmero con que el
estado del bienestar quiere esconder debajo de la alfombra los disturbios de
las barriadas de París, la matanza de Utoya, las atrocidades de la Revolución
Cultural china y la hipocresía de la Ping-pong Diplomacy. Además abundan tanto las
referencias a otros creadores, artistas o pensadores que la autora siente afines
–Pascal Quignard, Bach, Bellini, Vivaldi, Schubert, Wittgenstein, Shakespeare, Handel,
Monteverdi– como la reescritura, reinterpretación o descontextualización
parcial de obras ajenas –Las tres
hermanas de Anton Chéjov, Peter Pan
de J.M.Barrie, el mito de Orfeo y Eurídice, el Libro Rojo de Mao, El libro
de un hombre solo de Gao Xingjian, el poema de Wordsworth y “Splendor in
the grass” de Elia Kazan, o Winesburg,
Ohio de Sherwood Anderson, entre otras–, elaboradas de acuerdo con el
espíritu del nuevo texto que las contiene.
Leer a Liddell supone traspasar la cerca de la razón y adentrarse en
un lugar incierto donde el suelo –cuando lo hay– no es firme y donde una fuerza
irresistible lanza al hombre contra el hombre. Un territorio del que se ha
arrancado toda esperanza como mala hierba, aunque rebroten interminablemente.
Un desierto rocoso y abigarrado, sometido a la ira divina de un dios que no
existe. Un paisaje poético desolador en que la vida –convertida en una sucesión
de aflicciones e injusticias; condenada a la imprevisibilidad, la
irreversibilidad y la impotencia– se malogra pero se obstina en proseguir. Un
descenso literario al infierno de la tristeza incurable:
“La
obra empezaba con la creación del mundo. Tú repetías ‘Angélica, Angélica’, y
después gemías en voz baja, ‘la desdicha Angélica’, no ‘la desdichada Angélica’
sino ‘la desdicha Angélica’, como si hubiera un tipo de desdicha celestial que
estuviera clasificada bajo mi nombre. La desdicha Angélica.”
NOTA:
Salvo especificación expresa, todas las citas proceden de las obras de Angélica
Liddell.