"La preparación del director" de Anne Bogart



Anne Bogart, La preparación del director
Traducción de David Luque
Alba Editorial, Barcelona, 2008
168 páginas

En La preparación del director, “siete ensayos sobre teatro y arte” a la manera de las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino, Anne Bogart formula con claridad y franqueza los aspectos que, de acuerdo con su experiencia, vertebran la práctica teatral: memoria, violencia, erotismo, miedo, estereotipo, vergüenza y resistencia. Siete conceptos que trascienden la técnica de la dirección o la capacidad de gestión, y que se asientan en lo más profundamente humano del arte dramático. Anne Bogart tiende puentes insospechados, atrevidos y aun así sólidos entre la representación y la existencia.

A través de un discurso accesible –que en modo alguno cae en la simplificación tosca de la labor del director–, la autora aborda preocupaciones artísticas y, como tales, en cierta medida intangibles.  La sencillez con que desarrolla sus principios proviene de la claridad con que los ha ido elaborando interiormente a lo largo de los años y desemboca en una estimulante y entusiasta llamada a la acción.

Anne Bogart concreta esos siete conceptos abstractos en nociones inteligibles y aplicables a la dirección escénica. Siete ingredientes que nutren el compromiso del director hacia su propia labor artística y revelan la responsabilidad que contrae con cuantos participan en el hecho teatral. 

La autora entiende la memoria como la necesidad de comprender la tradición en la que echa raíces el propio trabajo. Aduce que la historia actúa a través del creador, sea consciente de ello o no. En sus palabras: “El acto de la memoria es un acto físico que reside en el corazón del arte del teatro. Si el teatro fuera un verbo, éste sería ‘recordar’. Nos transformamos en conductos vivientes de la memoria humana”. Así pues, conocer qué porción de historia lo empapa y atraviesa no puede sino enriquecer al director de escena.

Su acercamiento a la idea de violencia nada tiene que ver con el autoritarismo de los directores displicentes ni con sus abusos. Ella aboga por la decisión, a sabiendas de que cada decisión que tomamos con una finalidad artística entraña la violencia de descartar las demás posibilidades. Cada decisión nos constriñe y obliga. Además, es necesario reconocer cuándo el proceso creativo exige decidir y cuándo esperar, así como percibir y atajar la vacilación física que manifiesta una censura interna. Por encima de todas esas violencias, Anne Bogart se impone la de indefinir: “eliminar todo aquello que, por comodidad, damos por supuesto acerca de un objeto, de una persona, de las palabras o de las frases o de una pieza narrativa, cuestionándolo todo de nuevo”.

Despoja al erotismo de las connotaciones burdas con las que viene rebajándolo la publicidad y le devuelve su lugar en el arte. La obra interesa, seduce, fascina y esa atracción la ejerce a todos los niveles, también en el plano físico. El receptor reconoce en ella algo poderoso e imprevisible que lo desconcierta. La obra conecta irremisiblemente con el receptor, que a su vez responde entregándole su atención y dejándose mecer o sacudir por ella. De esta relación, de este intercambio, ambos salen transformados. Según la autora, una parte sustancial de ese poder expresivo y seductor de la pieza radica en la contención: “Los artistas, al madurar, se acercan más a la gran sabiduría que reside en la potente combinación de contención física y expansión emocional. Atrapa el momento y toda su complejidad; concéntralo, deja que se haga, y luego contenlo”. Defiende que el vínculo que se establece entre obra y observador constituye en realidad el corazón de la experiencia dramática: que ese hilo entre actores y público se materialice y cobre la tensión óptima determina la calidad del acto teatral. Es la atención quien dispone el verdadero escenario –espacial y temporal, intelectual y espiritual– en el que tendrá lugar la obra. Tanto es así que Bogart considera que: “Como directora, mi mayor contribución a un montaje, el único regalo verdadero que puedo ofrecer a un actor, es mi atención. ¿Desde qué parte de mí estoy prestando atención? ¿Tengo esperanza en que el actor me dé lo mejor que tiene o quiero probar mi superioridad? Un buen actor puede discernir al instante la calidad de mi atención, de mi interés. Hay un hilo vital muy sensible entre nosotros”.

Asume el miedo como una pasión inherente al hecho mismo de vivir –¡cuánto más del de decidir!– y urge a los directores a no dejarse paralizar por él, a buscar la diferencia y la discrepancia fértil, por mucho que les asusten, a entrar en el trabajo “con una mano agarrando firmemente lo específico y con la otra lo desconocido”. Dinamita la tradicional prevención del artista frente al estereotipo arrojando sobre él una luz distinta: ¿y si, como recipiente que es del pensamiento común y sostenido, el estereotipo nos brindase un marco compartido y una puerta de acceso? ¿Y si lo diésemos de sí, lo desgarrásemos o lo fundiésemos desde dentro? ¿Qué formas nuevas y qué asociaciones complejas brotarían entonces de esa tierra vieja? Elogia la vergüenza auténtica que subyace tras todo acto verdaderamente creativo, y la atribuye al pudor natural de quien se aventura a adentrarse en lo desconocido y a mostrarse a los demás en ese trance. Ofrece un decálogo alegre y consolador sobre cómo dejar de lidiar con ella y hacernos con su colaboración. También incorpora la resistencia con que inevitablemente toparemos –material, crítica, ideológica, etcétera– como acicate e incluso vía hacia el perfeccionamiento de nuestros recursos creativos.

El Leitmotiv de La preparación del director consiste en aceptar que el proceso creativo ocurre necesariamente por sí solo, siempre y cuando existan las condiciones adecuadas para que suceda –al director no le corresponde sino velar porque se den esas condiciones–. La autoconciencia exacerbada y un esfuerzo excesivo por conseguir resultados obstruirán el proceso: para compensar ambos impulsos, aconseja atender a los detalles y sumergirse con honestidad en una búsqueda más profunda –esto es, menos controlable–. El término de “lector modelo” empleado por Umberto Eco para referirse al interlocutor ideal vale para el teatro, y el director interpelará con más intensidad al público si parte de un imaginario “espectador modelo”.

Para concluir este comentario a La preparación del director, entresaquemos dos de las innumerables y provechosas premisas que aderezan el libro. Ambas hacen referencia a la dirección de actores, la más esencial y apasionante porción de la labor del director de escena. La primera es una cita de Tadashi Suzuki: “No existe una actuación buena o mala, sólo grados de profundidad de la razón del actor para estar en escena”. La segunda, un esquema sucinto de los cinco elementos que definen la calidad de la actuación: la vulnerabilidad y la modestia del actor, así como la necesidad, la valentía y la elocuencia del acto.


RUTH VILAR