EL CENSOR.
Señores: en vista de las crecientes dificultades que
presenta el negocio de la escena, hemos decidido simplificar muchas cosas. Así
pues, para una mayor claridad y mejor comprensión de la representación se ha
prescindido de la continuidad de las escenas. Por consiguiente, éstas se
desarrollarán de acuerdo con un orden, aunque un tanto arbitrario. En cuanto a
los actos, que son dos, se puede decir que la ordenación adoptada no es
rigurosa, porque es indiferente al carácter de la obra; si así se desea se
puede invertir y de esa forma, sin alterar el ambiguo significado de la
comedia, se modifican sus matices. Por nuestro gusto también habríamos
prescindido del escenario y del elenco, pero ello no ha sido posible por
razones técnicas que no vienen al caso. Por lo que respecta al público, su
presencia, o la falta de él, es cosa que a él incumbe y a él toca decidir. Ni
que decir tiene que su comparecencia —aun cuando facilita mucho las cosas— sólo
añade un rasgo físico al aspecto de la representación que, por otra parte,
puede y debe prolongarse a espaldas de él. No hemos reputado imprescindible ni
necesario que la acción dramática ocupe todo el plazo de la representación,
entendiendo por tal aquél durante el cual el telón se encuentra alzado. No
creemos necesario apelar a la experiencia cotidiana para justificar los
posibles hiatos. El hecho de que en ocasiones el discurso de los actores se
haga apenas perceptible no se debe atribuir ni a su torpeza ni a su falta de
práctica; antes al contrario, es consecuencia de su capacidad para poner de
manifiesto, incluso en la escena, tonos muy diferentes del habla. Si en algún
momento todo induce a pensar que se han trasmutado sus papeles y que sus palabras
contradicen a su naturaleza, el espectador debe reconocer que la confusión nace
de sus propios prejuicios, cuyo origen hay que buscarlo —tal vez— en la
costumbre que abriga de escuchar ciertas palabras, siempre las mismas, en
labios de personajes disfrazados a tal fin, con ropajes invariables. Y en
cuanto a algunos parlamentos cuyo significado queda aparentemente indeciso, es
nuestro parecer que el espectador, para alcanzar una justa satisfacción al afán
que le trajo aquí, debe por sí mismo buscar aquellas fórmulas de interpretación
que le proporcionen la más cabal recompensa.
Prólogo de “Agonia
confutans” (1966).
Juan Benet, Teatro completo. Madrid, Siglo XXI,
2010.