El HOMBRE y la MUJER, agrietados,
polvorientos y secos como la tierra que rodea su cabaña, esperan la lluvia. A
lo largo de toda la escena carente de diálogo, ambos se consagran a sus
respectivas labores. La convicción con que las desempeñan contrasta con su
patente debilidad física. Todo indica que éste será el último día que
resistirán sin agua.
El HOMBRE ejecuta una oración en
movimiento: una danza ritual que dibuja lentamente en el aire posiciones y
gestos simbólicos. No hay nada cómico en su acción: son tales su dignidad, su
sobriedad y su presencia que convencerían al más escéptico de la inminencia de
la lluvia.
Entretanto, la MUJER limpia
concienzudamente las piezas de un trabuco y lo monta. Lo carga con sal gruesa y
dispara al cielo. Repite esta operación dos veces más. La sal asciende y luego
se precipita en granizo estéril.
MEDIODÍA.
Entra un CAMINANTE. Su exiguo equipaje
se compone principalmente de varillas aceradas extensibles. Nada revela que su
talento consista en escuchar el agua subterránea y en invitarla a emerger. Echa
un vistazo discreto a la pareja, a la cabaña y a la parcela yerma. Se arrodilla
y gatea. Palpa el suelo. Musita una canción que evoca el gorgoteo de los
manantiales. Al fin, alarga una de las varillas y la hace penetrar con
delicadeza en un hueco invisible. La meticulosidad de su quehacer lo
transfigura en un imponente geo-acupuntor. Cumplida su tarea, se despide con
una cordial inclinación de la cabeza y sigue su camino. El HOMBRE y la MUJER,
desconcertados, le devuelven el saludo cuando ya se ha marchado. Después
examinan la varilla plantada, se miran entre sí y se encogen de hombros.
TARDE.
El HOMBRE y la MUJER, cargados con
cubos y barreños vacíos, escrutan el cielo.
MUJER: ¡Nube!
Ambos corren a disponer los recipientes
bajo el punto indicado.
HOMBRE: ¡Viento del este!
Ambos se desplazan, sujetando los
barreños boca arriba, en pos de la nube que se aleja. La ven perderse en la
distancia. Giran el barreño del revés y se sientan encima a esperar.
En torno a la varilla, empieza a
borbotear agua. Enseguida forma un charquito como un cuenco, que va creciendo
hasta ser mayor que una bañera, rebosante y transparente. El HOMBRE y la MUJER
lo contemplan atónitos. La flaqueza también se manifiesta en sus voces,
desnudándolas de cualquier inflexión o énfasis.
HOMBRE: Agua.
MUJER: Vete a saber de dónde proviene.
HOMBRE: Agua clara y fresca.
MUJER: A santo de qué brota precisamente ahora.
HOMBRE: Agua limpia con que salvar la vida.
MUJER: ¿Esas tenemos, a estas alturas? ¿Con salvar la
vida te conformas?
HOMBRE: Sabes que no, pero algo es algo. Salvemos la vida
y prosigamos.
MUJER: Estás cediendo. Es agua envenenada. Te mantendrá
con vida, sí, pero ¿a qué precio? Bébela, aunque no sea fruto de tu esfuerzo ni
nada hayas hecho para merecerla, y date cuenta de cómo has perdido el tiempo
convocando la lluvia. Te dará un día más, pero lo vaciará de su sentido. Porque
es agua de las profundidades, de piedras negras y de encierro, y jamás conoció
la libertad.
Extenuada, la MUJER desfallece y
agoniza. El HOMBRE la acoge en sus brazos mientras muere.
HOMBRE: Agua es agua.
ANOCHECER.
El HOMBRE tiende a la MUJER en el
suelo, llena un cubo de agua y la lava con amoroso cuidado. De nuevo sus gestos
son una oración, ahora fúnebre. Se demora en su ritual de despedida y en él
agota el agua del cubo, aunque está al borde mismo del desmayo. Sólo cuando ha
acabado, se da permiso para ir a beber. Se encamina renqueante hacia la fuente,
que parece próxima pero que quizá le quede ya demasiado lejos. Mientras el
HOMBRE anda, la luz funde a oscuro.