AGUA

De la serie Objetos punzantes

Piezas breves de Ruth Vilar



MAÑANA.

El HOMBRE y la MUJER, agrietados, polvorientos y secos como la tierra que rodea su cabaña, esperan la lluvia. A lo largo de toda la escena carente de diálogo, ambos se consagran a sus respectivas labores. La convicción con que las desempeñan contrasta con su patente debilidad física. Todo indica que éste será el último día que resistirán sin agua. 

El HOMBRE ejecuta una oración en movimiento: una danza ritual que dibuja lentamente en el aire posiciones y gestos simbólicos. No hay nada cómico en su acción: son tales su dignidad, su sobriedad y su presencia que convencerían al más escéptico de la inminencia de la lluvia. 

Entretanto, la MUJER limpia concienzudamente las piezas de un trabuco y lo monta. Lo carga con sal gruesa y dispara al cielo. Repite esta operación dos veces más. La sal asciende y luego se precipita en granizo estéril.



MEDIODÍA.

Entra un CAMINANTE. Su exiguo equipaje se compone principalmente de varillas aceradas extensibles. Nada revela que su talento consista en escuchar el agua subterránea y en invitarla a emerger. Echa un vistazo discreto a la pareja, a la cabaña y a la parcela yerma. Se arrodilla y gatea. Palpa el suelo. Musita una canción que evoca el gorgoteo de los manantiales. Al fin, alarga una de las varillas y la hace penetrar con delicadeza en un hueco invisible. La meticulosidad de su quehacer lo transfigura en un imponente geo-acupuntor. Cumplida su tarea, se despide con una cordial inclinación de la cabeza y sigue su camino. El HOMBRE y la MUJER, desconcertados, le devuelven el saludo cuando ya se ha marchado. Después examinan la varilla plantada, se miran entre sí y se encogen de hombros.



TARDE.

El HOMBRE y la MUJER, cargados con cubos y barreños vacíos, escrutan el cielo. 

MUJER: ¡Nube! 

Ambos corren a disponer los recipientes bajo el punto indicado. 

HOMBRE: ¡Viento del este! 

Ambos se desplazan, sujetando los barreños boca arriba, en pos de la nube que se aleja. La ven perderse en la distancia. Giran el barreño del revés y se sientan encima a esperar. 

En torno a la varilla, empieza a borbotear agua. Enseguida forma un charquito como un cuenco, que va creciendo hasta ser mayor que una bañera, rebosante y transparente. El HOMBRE y la MUJER lo contemplan atónitos. La flaqueza también se manifiesta en sus voces, desnudándolas de cualquier inflexión o énfasis. 

HOMBRE: Agua.

MUJER: Vete a saber de dónde proviene.

HOMBRE: Agua clara y fresca.

MUJER: A santo de qué brota precisamente ahora.

HOMBRE: Agua limpia con que salvar la vida.

MUJER: ¿Esas tenemos, a estas alturas? ¿Con salvar la vida te conformas?

HOMBRE: Sabes que no, pero algo es algo. Salvemos la vida y prosigamos.

MUJER: Estás cediendo. Es agua envenenada. Te mantendrá con vida, sí, pero ¿a qué precio? Bébela, aunque no sea fruto de tu esfuerzo ni nada hayas hecho para merecerla, y date cuenta de cómo has perdido el tiempo convocando la lluvia. Te dará un día más, pero lo vaciará de su sentido. Porque es agua de las profundidades, de piedras negras y de encierro, y jamás conoció la libertad. 

Extenuada, la MUJER desfallece y agoniza. El HOMBRE la acoge en sus brazos mientras muere. 

HOMBRE: Agua es agua.



ANOCHECER.

El HOMBRE tiende a la MUJER en el suelo, llena un cubo de agua y la lava con amoroso cuidado. De nuevo sus gestos son una oración, ahora fúnebre. Se demora en su ritual de despedida y en él agota el agua del cubo, aunque está al borde mismo del desmayo. Sólo cuando ha acabado, se da permiso para ir a beber. Se encamina renqueante hacia la fuente, que parece próxima pero que quizá le quede ya demasiado lejos. Mientras el HOMBRE anda, la luz funde a oscuro.