Llega Marco Antonio de la Parra acompañado de Nieves
Olcoz a la sala principal de La Corsetería. Nos trae un torrente, un alud, un
vendaval de desracionalización. Sentados
frente a los escritorios dispuestos en herradura, los dramaturgos sucumbimos a
la tentación de anotarlo todo; pero el esquema se descoyunta, el orden se
subvierte, el saber que hemos venido a recabar elude la clasificación
sistemática de los conceptos y sólo se muestra de cuerpo entero mientras
creíamos mirar hacia otro lado. Hay algo de esotérico en este aprendizaje del desaprender: las leyes de causa y efecto,
la gramática, la mirada deben doblegarse a la lógica del sueño. A la penumbra,
a la poética onírica, a las misteriosas y fascinantes neuronas espejo –ley universal,
inquebrantable–, a lo inenarrable, lo conmovedor, lo incompleto.
El grupo pronto es un hervidero de ideas: alguien plantea
su proyecto actual y se desencadena un intercambio nutrido de imágenes, de asociaciones
libres que dialogan entre sí. Cada proyecto se convierte así en imán poderoso
que atrae fragmentos flotantes de experiencia, obsesión o intuición de todos
los demás. Durante este procedimiento, nos prestamos a adentrarnos en el
proceso creativo del otro, a percibir emocionalmente la energía que ese
proyecto mueve en él o en ella, a elaborarla y a devolvérsela esbozada, esculpida,
concreta. A lo largo de una semana, juntos abrimos puertas a la incertidumbre, a
la comunicación profunda a través de la imagen y la palabra, al pensamiento
lateral, a la exploración de lo que duele, a la renuncia a dominar el material…
De este taller nace, por ejemplo, la pieza breve héroe, tan distinta a cuanto hubiese yo escrito hasta entonces.
“En este momento, tu cama ya no está en la habitación”,
recordaba Marco Antonio de la Parra que le decía su padre de niño, tras cerrar
la puerta del cuarto. Entonces él regresaba, la veía allí y el padre replicaba:
“Ahora está, porque volvió. Pero se había ido”. Si el teatro ha de ocupar un
lugar entre la literatura, las bellas artes, la mística y la locura, entonces el
dramaturgo debe velar por mantener el equilibrio entre la laxitud y el control
del material escrito, entre la lucidez y la duermevela.
Centro de Nuevas Tendencias, Madrid, 1992-1993. / IT, Barcelona,
2013.
Llega Marco Antonio de la Parra, agazapado como el genio
de la lámpara en el interior de un volumen modesto publicado en 1993 dentro de
la colección “Teoría escénica” del CNNTE. La primera parte, “La dramaturgia
como sacrificio”, reúne 39 misivas –no muy extensas, pero de una condensación
abrumadora– en las que reflexiona sobre el acto sublime y penoso, arriesgado,
complejo, transgresor e irrenunciable, de escribir teatro.
Estas cartas, en toda su riqueza y contundencia, no apelan
a lo estrictamente intelectual. Aunque contengan impagables lecciones de
aplicación práctica, su misión es sumergirse en esos otros aspectos –esenciales,
primigenios, casi inefables– que distinguen con nitidez ese teatrito
enunciativo, lacado y complaciente, que se ha vuelto moneda corriente, del otro
teatro, el arte fronterizo, estremecedor, perturbador, colectivo, ritual, tenso,
revelador y humilde.
Sus destinatarios primeros fueron el grupo de jóvenes
autores que participaron en el decisivo taller de la calle Londres. Entre
ellos, Juan, Raúl, Luis Miguel y José Ramón –fundadores de El Astillero–;
Angélica o Pedro –que no dudó en embarcarse una vez más con Marco Antonio de la
Parra en ese otro curso, en el NTF en 2011–. Su destinataria más reciente, yo –que concluyo
su lectura y la recomienzo con la misma pasión con que se contemplan los
grandes hallazgos–. En sus palabras resuenan inquietudes que siento próximas.
Íntimas. Consuela leer el discurrir tempestuoso y determinado del pensamiento
del dramaturgo chileno. Alumbra este camino pedregoso y embarrado.
“Hay que escribir en los huesos.
Como siempre se debe, se debió, se
debería, escribir.
Hasta las últimas consecuencias.”
Jaca-Biescas-El Escorial, 1991. / Cos de Lletra, Sant Feliu de Codines,
2013.
Este mismo librito, Para
un joven dramaturgo, contiene la clase magistral “Creatividad y Angustia”, pronunciada
por el escritor y psicoterapeuta en un curso de verano de la Universidad
Complutense.
Hay en la creación aventura, sacrificio, muerte,
incerteza, pérdida… Hay, por tanto, angustia. ¿Para qué negarla? Asumirla contribuye
a paliar las magulladuras, los desgarrones, los tropiezos inevitables.
Me agarro con fuerza entusiasta a la afirmación que
asocia edad y angustia. Cita un trabajo de Eliot Jacques según el cual se
advierte “un cambio abrupto en la creatividad en torno a los treinta y siete
años. En forma y contenido”.
“La mayor parte de los sujetos estudiados crea desde
temprano, pero cambian notoriamente al enfrentar la crisis de la Edad Media de
la Vida. En su manera de trabajar hay modificaciones importantes. […] La
creatividad se vuelve, en palabras de Jacques, esculpida. La inspiración puede
ser igualmente ardorosa o intensa, pero media una gran distancia entre el
impulso inicial y la obra creada y terminada. Lo trágico y lo filosófico se
abren espacio en el material del creador. Lo lírico cede trecho y el idealismo
y optimismo adolescentes son superados por un pesimismo más contemplativo. El
desencanto irritado se vuelve un desencanto reflexivo. La muerte y la
destructividad humanas son tomadas en cuenta. Mueren los padres, mueren los
pares, se siente la fragilidad del propio cuerpo. La omnipotencia se destruye.”
Sigo creando y asisto a mi propia metamorfosis. Mientras
escribo en la habitación vacía, me digo que nunca se crea solo. Quieta y
tranquila, noto el río subterráneo que corre, caudaloso e imparable, bajo el
paisaje en calma.
Octubre, 2013.