Cardos, de Ruth Vilar

Una habitación con dos puertas laterales que el GUARDIA cierra y abre usando dos pesadas llaves. El GUARDIA cierra la puerta de la derecha, cruza la sala, abre la de la izquierda y hace pasar a un HOMBRE. Cierra la puerta de la izquierda.


HOMBRE.     Buenos días.

GUARDIA.    Será un decir.

HOMBRE.     ¿Disculpe?

GUARDIA.    “Buenos días”, lo dirá como una frase hecha. Si está aquí, habrá tenido días mejores.

HOMBRE.     Claro. No era más que un saludo.

GUARDIA.    Entonces, buenos días.


Ambos callan.

HOMBRE.     ¿Siempre está aquí? 

GUARDIA.    Durante mi turno.

HOMBRE.     Habrá visto pasar a todos los testigos.

GUARDIA.    Por aquí, a ninguno. Esta antesala es para imputados.


Ambos callan.


GUARDIA.    No se me arrugue. No tengo manías. Lo mismo le doy palique a un asesino que a su víctima.         

HOMBRE.     Yo no he matado a nadie.

GUARDIA.    ¿No lo coge? Es un chiste. A un asesino y a su víctima. No está para chistes...

HOMBRE.     No mucho.

GUARDIA.    Pues ándese con ojo, a ver si el juez lo va a declarar culpable...

HOMBRE.     ¿Cómo dice?

GUARDIA.    Si está usted picajoso le va a parecer culpable. Y eso que a primera vista seguro que le causa buena impresión. El traje, los zapatos, ya sabe… ha elegido bien, vaya. Elegantes y asequibles. Lo bastante caros para que los lleve un señor respetable, pero demasiado baratos para alguien corrupto.

HOMBRE.     ¿Sigue usted el caso?

GUARDIA.    Hasta su último pormenor. Sé quién hizo qué, quién pagó cuánto y a cambio de qué aceptó quién hacer qué o pagar cuánto. Podría recitarle fechas, nombres, lugares y conversaciones. Me he formado mi propia idea sobre este asunto.

HOMBRE.     Y ¿cuál es su veredicto?

GUARDIA.    ¿El mío?

HOMBRE.     Sí, ¿cuál es?

GUARDIA.    Yo le declararía a usted absolutamente culpable, podrido hasta lo más profundo de su alma, el peor de cuantos han pasado por esta antesala.


Ambos callan.


HOMBRE.     No se muerde usted la lengua.

GUARDIA.    ¿Debería?

HOMBRE.     Alguien con menos aplomo que yo podría ofendérsele.

GUARDIA.    No tengo una opinión tan dura de todo el que llega, ni hablo sin que me pregunten.

HOMBRE.     No mienta. Insulta a sus huéspedes. Disfruta haciéndolo.

GUARDIA.    ¿Por quién me toma?

HOMBRE.     Algunos hombres se conforman con la vida que llevan y otros no.

GUARDIA.    Usted es de los que no.

HOMBRE.     Y usted. Pero algunos intentamos prosperar y otros no se atreven y hacen pagar el pato al primero que pasa.

GUARDIA.    Aún está picajoso. Ese veredicto era el mío, no el del juez.

HOMBRE.     Déjeme en paz.


Ambos callan.


HOMBRE.     ¿Qué cree que decidirá el juez?

GUARDIA.    Yo no puedo elegir entre ponerme zapatos indecentemente caros o aparentemente sencillos, pero a mí nadie me hace callar dos veces.


Ambos callan.


HOMBRE.     Acepte mis disculpas. Sólo quiero charlar. Elija usted el tema: ¿fútbol?, ¿macroeconomía?, ¿papiroflexia?

GUARDIA.    Demuéstreme cuánto desea que hablemos. Confiese que le va en ello el resto de su vida.


Ambos callan.


HOMBRE.     Llevo en arresto domiciliario, con las vías de comunicación intervenidas, desde que se destapó el asunto. Las pruebas que me incriminan son ambiguas y no conozco al juez. Dependo de esta vista. Ayúdeme.

GUARDIA.    Ya le he dicho antes que la ropa está bien elegida.

HOMBRE.     ¿Qué más?

GUARDIA.    Y que si le habla con calma no tendrá motivos para creer que miente.

HOMBRE.     ¿Se burla de mí?

GUARDIA.    ¿Desprecia mis consejos? ¿Qué esperaba?

HOMBRE.     Información: qué come el juez antes de la vista, cuántos escalones sube, cómo es su silla, hacia qué hora se cansa, quién ha pasado ya por aquí y quién está declarando ahora…

GUARDIA.    Quiere conocer el terreno que pisa,…

HOMBRE.     Eso es.

GUARDIA.    …saber si el juez tiene debilidades que usted puede aprovechar…

HOMBRE.     Veo que me entiende.

GUARDIA.    … y hacer que él sienta que usted es capaz de ponerse en su lugar.

HOMBRE.     No podría haberme explicado con más claridad.

GUARDIA.    No me pagan para eso.


Ambos callan.


HOMBRE.     No suelo ofrecer dinero a cambio de favores.

GUARDIA.    Sería muy fácil, no habría llegado tan lejos. Ofrece favor por favor.

HOMBRE.     ¿En qué puedo ayudarle?


Ambos callan.


HOMBRE.     ¿Necesita pensarlo?

GUARDIA.    No.

HOMBRE.     ¿No se atreve a decirlo?

GUARDIA.    Pasa el rato y crece su inquietud. Cuanto menos falte para entrar ahí (Refiriéndose a la puerta derecha.), menos reservas tendrá.

HOMBRE.     A mucha gente le complace hacerme favores. Por difícil o turbia que le parezca su propuesta, alguien la cumplirá por mí tan pronto como yo lo sugiera.

GUARDIA.    Mi petición debe cumplirla usted.


Ambos callan.


HOMBRE.     Le escucho. Tendrá lo que pida.

GUARDIA.    Cuénteme su historia.

HOMBRE.     ¿Cómo dice?

GUARDIA.    Lo que no sale en la prensa. Lo que no consta en el sumario. Lo que ni siquiera sospechan los demás imputados.

HOMBRE.     No sé a qué se refiere.

GUARDIA.    Lástima. Creía que este caso por el que hoy le juzgan era el menor reducto de sus vastos dominios. Que el control que usted ejercía sobre los poderosos trascendía esta ridícula trama de corrupción. Que, a la manera de un dios terreno, su voluntad se cumplía con apenas nombrarla. ¿Cómo lo consiguió? Es esa historia la que a mí me interesa, pero usted me da a entender que no es más que una fábula que yo me he inventado. En ese caso, no puede ofrecerme nada.

HOMBRE.     Seguro que hay alguna otra cosa…

GUARDIA.    Es mi última palabra.


Ambos callan.


HOMBRE.     Cardos dos noches por semana. Me revolvían las tripas. Mi padre me obligaba a engullir hasta la última penca. Suplicaba, vomitaba. No me daban tregua: cardos dos noches por semana, durante años. Una de esas noches me di cuenta de que pedía clemencia al verdugo equivocado. Pensé “¿Quién manda aquí?” y vi que aquel energúmeno que me embutía los cardos por la boca era el brazo ejecutor de los deseos de mi dulce madre. Ella, que limpiaba, hervía y aliñaba los cardos por mi bien, no estaba dispuesta a permitir que me saltase tanto amor a la torera. Mi padre cumplía sin piedad su orden tácita. Podría haber dado un paso en falso, haber lloriqueado “Mamá…” y haberlo echado todo a perder. La verdadera revelación, mucho más importante que la primera, no la tuve hasta pasada una semana. Advertí por qué mi método había resultado inútil. Las lágrimas no ablandan corazones. Pensé “¿Qué es lo que ella quiere?” y empecé a alabar los demás platos que guisaba. Ya no volvimos a cenar cardos. En adelante ambas preguntas han regido mi vida. La respuesta a “¿quién manda aquí?” nunca es obvia: no manda más el que exhibe su poder, grita y humilla al resto, hay que fijarse bien. Cuando lo reconoces, debes tomarte tu tiempo para averiguar “¿qué es lo que quiere?”. Importa ser discreto, tanto para adivinar sus deseos ocultos como para satisfacerlos. Gánate su agradecimiento y no habrá sugerencia tuya que caiga en saco roto. Ya lo sabes.

GUARDIA.    Ya veo.

HOMBRE.     Te toca.


Ambos callan. Llaman con los nudillos a la puerta derecha.


GUARDIA.    Se acabó el tiempo.

HOMBRE.     Dime lo que sea…

GUARDIA.    No pienso decirte nada.

HOMBRE.     He cumplido tu deseo.

GUARDIA.    En absoluto. Quería respuestas y me quedo con más preguntas. Levántate.

HOMBRE.     ¿Preguntas? Fue así, lo juro.


El GUARDIA abre.


GUARDIA.    ¿Fue así? Entra, sigue al agente y ojalá te condenen. Yo también odiaba los cardos.


El GUARDIA cierra con llave.

Ruth VILAR, Cardos, "OBRAS BREVES: 
Cuatro ejemplos de dramática mínima hecha en Barcelona",  
Quimera, Julio-Agosto 2010.