CONVERSACIÓN CON JUAN MAYORGA


Junio 2009

PREGUNTA: ¿Qué lugar ocupa para ti el teatro dentro de la literatura?

RESPUESTA: Yo me siento escritor incluso antes que hombre de teatro, y me siento hombre de teatro en el sentido de que si me fuese prohibido hacer teatro, me ahogaría. El teatro es un espacio maravilloso para vivir y un lugar privilegiado para un escritor. Yo escribía en mi adolescencia, antes incluso de soñar que me iba a dedicar al teatro: escribí antes poesía y novela. Y recuerdo que empecé a aficionarme como espectador al teatro, y en un momento dado se me ocurrió un argumento y pensé: «Esto debería ser teatro». Es la obra que luego se llamó Siete hombres buenos, que sucede en un sótano en el que se reúnen unos ancianos que son el gobierno de la República Española en el exilio. Entonces yo pensé: «Esto es teatro». Y eso indica la cortísima visión del teatro que tenía en ese momento, según la cual el teatro era un grupo de personajes en un espacio cerrado, una visión muy colonizada por el tipo de teatro que había visto; probablemente, si en ese momento hubiese visto a Valle-Inclán o más Shakespeare, hubiese concebido el teatro de otro modo. Aquella obra fue accésit del Premio Marqués de Bradomín, y eso me acercó al mundo del teatro. Poco a poco, mi visión del teatro se ha ido complejizando. Mi compromiso con el teatro ha sido creciente. Y digo que el teatro es un lugar privilegiado para el escritor porque el escritor de teatro, como el novelista o el cuentista, puede narrar —y para mí esa función narrativa es fascinante—; puede explorar los límites de su lengua, como el poeta; pero además tiene el privilegio de que su palabra va a ser desplazada a lugares imprevistos por el director, el escenógrafo, el iluminador y, sobre todo, por los actores. Ahora mismo yo no vivo como una disociación mi vocación de escritor y mi vocación de autor de teatro: mi lugar en el teatro es la escritura de textos. El teatro me colma plenamente: no siento anhelo de escribir poesía o novela, ni siquiera de escribir ensayo, porque creo que el teatro es lo bastante complejo y abierto como forma para recoger las distintas manifestaciones de la literatura. Así es como yo lo veo ahora mismo. Por supuesto que sigo leyendo novelas y poesía, y es fundamental hacerlo, pero el teatro me ofrece un espacio extraordinario para consumar mis deseos como escritor.

P: Hablabas de la fascinante función narrativa, y efectivamente en tus obras explicas historias. ¿Este interés en desarrollar un argumento guarda relación con tu formación filosófica, con la voluntad de transmitir un mensaje más allá de hacer pasar un buen rato al público?

R: Creo que el objetivo fundamental de un espectáculo teatral no ha de ser contar una historia, sino construir una experiencia poética para el espectador. Pero yo creo que el instrumento óptimo para eso es precisamente contar una buena historia. Recuerdo que hace años asistí a una cena de poca gente en la que dos personas bastante mayores, judíos argentinos y hombres de teatro, estuvieron hablando durante el primer y el segundo plato de que ya no había que contar historias, de que todas las historias ya están contadas, de que la gente ya está harta de las historias… Incluso aderezaron sus argumentos con alusiones a ensayistas franceses que han reflexionado sobre el asunto y que sostienen la tesis de que estaríamos al final del camino de esto, como de tantas cosas. Sin embargo, luego, en los postres, resulta que estas dos personas, ambas descendientes de judíos ucranios, van cayendo en la cuenta de que sus antepasados podían ser «hermanos de barco». Se llamaba hermanos de barco a aquellos que habían nacido en la emigración en el mismo barco (en el viaje, en este caso, hacia el puerto de Buenos Aires), y que luego llegaban a tener una relación muy estrecha en la vida porque se había producido entre ellas un vínculo muy especial. Y ese descubrimiento les llevó a empezar a contar historias sobre judíos europeos que habían llegado a Argentina, las dificultades, las esperanzas, los éxitos y los fracasos… En el postre desmintieron todo lo que habían contado en el primero y segundo plato: nos contaron historias formidables, que interesaban a todos. Creo que no hay nada más interesante que una buena historia, ni nada más fascinante que el hecho de que un ser humano desee algo y de que nos empecemos a preguntar si lo conseguirá o no, y qué estrategias desarrollará para cumplir su deseo. El ser humano es un ser constitutivamente incompleto. Desea a una persona que no le quiere, desea un dinero del que carece, desea tener un reconocimiento que todavía no se le ha otorgado, etcétera. El presentar eso en escena es inmediatamente fascinante. Por otro lado, una historia me parece la mejor percha que se ha inventado para colgar todo aquello que queramos colgar. Por supuesto que todas las historias están contadas, pero esto también ocurría en la época de Shakespeare (él mismo se encontró con que los griegos ya lo habían contado todo) y el problema es ver cómo esa vieja historia se actualiza y cobra un valor y cómo dialoga nuestra actualidad con esa tradición constituida por los grandes mitos, las grandes historias.

P: Escribes teatro como experiencia poética para el público, pero también lo publicas. Además, reescribes tus obras constantemente.

R: El texto teatral es un signo de contradicción. Uno escribe teatro pensando que su destinatario último no es el lector sino un espectador y eso le lleva a decisiones importantes. Yo, cuando escribo, intento que mis textos sean tan abiertos como sea posible, de forma que distintos intérpretes (el director y sobre todo los actores) encuentren aquello que es innegociable para mí, pero también amplios espacios de libertad para su propia imaginación y su propia fantasía, de modo que la puesta en escena me sea en alguna medida imprevisible. Si yo escribiese para un lector, probablemente acotaría más, cerraría más, pero abro mis textos tanto como sea posible precisamente porque quiero distanciarlos de aquellos que están «preparados para armar». Cuando escribo, por utilizar la expresión de la estética de la recepción que Sanchis ha puesto en circulación entre nosotros, mi lector implícito no es el lector solitario que va a leer esa obra como una novela, un libro de poesía o un ensayo, sino el hombre de teatro (en primer lugar el director y los actores) que va a construir una experiencia poética en el espacio y en el tiempo, en algún lugar y a alguna hora que no conozco. Pero también trabajo para el que lee teatro sin otra intención que ésa, la de leerlo. Hace tiempo, cuando me preguntaban por mi obra favorita, contestaba Rey Lear y aún no la había visto en escena. Ahora tengo una relación íntima con Rey Lear, porque incluso la he versionado y mi versión ha llegado a escena, pero durante mucho tiempo fue para mí un texto cuya puesta en escena sólo conocía en mi imaginación. Es muy importante para mí que mis textos se editen, y me alegra saber que su lectura ha significado algo para algunas personas. Es cierto que yo reescribo permanentemente, estoy en permanente pelea con mis propios textos y eso me crea ciertas tensiones con traductores y editores. Lógicas. Pero ellos ya me conocen y saben que ésta es mi visión del teatro. Procesos de ensayo y puestas en escena con frecuencia me hacen reflexionar sobre el texto, lo que me lleva a reescribirlo. En ocasiones son los actores los que te revelan cosas. Y en ocasiones es la reacción del espectador, o hasta los comentarios críticos, lo que desestabiliza mi visión del texto. Con los espectadores y con ese espectador privilegiado que es el crítico, intento tener una relación precisamente crítica, que consiste en: primero, respeto, porque si alguien se ha molestado en ver tu espectáculo y en comentarlo, has de tener una actitud de gratitud hacia él; y en segundo lugar, uno ha de reflexionar sobre lo que esa persona dice o el modo en que reacciona, por escrito o durante el espectáculo, porque puede ocurrir que el juicio de ese espectador o ese crítico venga de otra visión del teatro. Él puede considerar que el teatro no debe tener una dimensión política o moral, o que en cambio tiene una función que tú no le asignas. No hay que obedecer ni al espectador ni al crítico, pero creo que es necio no escucharlos. En definitiva, yo creo que el teatro es un arte esencialmente dialéctico. Sabemos que Eurípides escribe un Hipólito y, al ver el modo en el que ese espectáculo es completado por el espectador, decide reescribirlo: el que hoy tenemos es este segundo Hipólito. Estoy permanentemente reescribiendo mis textos, no estoy seguro de que siempre a mejor. El tiempo lee; el tiempo reescribe, subraya, tacha… La edición de teatro en España vive una situación manifiestamente mejorable. Yo sobre todo he editado con Ñaque, una pequeña editorial de Ciudad Real, y ahora también estoy publicando en KRK, de Gijón; a ambas estoy muy agradecido. Pero es una pena que no tengamos en España, ahora mismo, colecciones de teatro que encuentren sitio en librerías de todo el país, como sucede en otros países. En Francia edito con Les Solitaires Intempestifs, la editorial que promovió Jean-Luc Lagarce. En Italia, con Ubulibri, la editorial dirigida por Franco Quadri, crítico de La Repubblica, que hace ediciones enormemente cuidadas que ves distribuidas en toda Italia. En Inglaterra, con Oberon. Últimamente se ha hecho Himmelweg en Nueva York con el título Way to heaven, y esto ha ocurrido porque alguien ha leído el texto en su edición británica. La edición es muy importante para que los textos lleguen a escena.

P: Hablas de dejar el texto tan abierto como sea posible para el montaje. Por poner un ejemplo, en Himmelweg uno de los personajes (alemán) alude al idioma del público sin especificar nunca cuál es, de modo que cualquier espectador, sea cual sea su procedencia, se sentirá incluido. 
    
R: Ése es un ejemplo del carácter fantasmagórico del texto teatral. Un texto teatral ha de estar lleno de agujeros a completar y de minas a explotar por el actor y los directores. Una palabra insignificante en la lectura puede cobrar un valor fundamental en la puesta en escena. No recibes igual una frase si la lees en soledad que si la escuchas en boca de un actor que te mira a los ojos. Himmelweg es un texto que tiene algún valor literario, pero creo que al mismo tiempo es un texto máximamente abierto a la interpretación en distintos sentidos. Para empezar, por su discontinuidad estructural. Comienza por una sección que se titula «El relojero de Núremberg», en la que aparece una narración. El mero hecho de que yo no ponga al comienzo de esa narración el nombre del personaje que la pronuncia —un hombre que en 1942 fue delegado de la Cruz Roja— permite al director elegir entre distintas opciones. Por ejemplo, podría hacer que ese texto fuese dicho por varios actores y así se ha hecho en algún lugar. O que fuese dicho por una voz en off. Una apertura semejante tiene la sección tres, titulada «Así será el silencio de la paz». Esa sección podría ser interpretada por el mismo actor que será el Comandante en la sección cuatro, o por otro actor que vistiese como él pero que fuese físicamente muy distinto. Mi traductor inglés consideró incluso que el Hombre de la Cruz Roja y el Comandante podían ser interpretados por el mismo actor y, de hecho, así se hizo en la versión irlandesa del espectáculo; a mí, antes de verlo, me parecía demasiado arriesgado y, sin embargo, allí funcionó extraordinariamente bien, porque tiene un sentido que el Hombre de la Cruz Roja sea interpretado por su propio demonio, por el hombre que lo engañó en el día decisivo. Este tipo de cosas de las que estamos hablando corresponden al teatro y no a la literatura. El texto es encarnado de formas distintas y diversas. Animales nocturnos no es la misma obra si el personaje del Hombre Bajo está interpretado por un actor que tiene cara de malo que si lo hace uno de aspecto confiable. El significado de las palabras depende de sus condiciones de enunciación, y éstas comienzan por el rostro desde el que se emiten. Volviendo a Himmelweg, quiero llamar la atención sobre algo que ha ocurrido en distintas puestas en escena: hay algo sumamente provocador en el hecho de que un nazi te esté hablando ahí, cara a cara, en el teatro, y que en determinados momentos resulte entrañable, o que puedas en algún punto simpatizar con él. Eso es algo que sólo el teatro puede producir. En la vida, por supuesto, no escuchamos a los nazis, ¡estaría bueno! Si viene un nazi le decimos: «¡Cállate! ¡No quiero escucharte!». Y cerramos nuestros oídos. Pero en teatro tenemos esa ocasión extraordinaria de hacer aparecer a un nazi y que, como ocurre en Himmelweg, le diga a los espectadores: «Cerrad los ojos. Así será el silencio de la paz». Y algunos espectadores lo hacen, obedecen al nazi, eso también es un salto enorme entre el texto literario y el texto puesto en escena, puesto en cuerpo y voz ante el espectador. Cuando leemos un texto narrativo, podemos abandonarlo en cualquier momento, renunciar a él, apartarlo, comentarlo con alguien…, mientras que en teatro ese texto está teniendo lugar dentro de una experiencia muy concreta en la que el mero hecho de salir, de decir «no acepto esta experiencia que me están proponiendo y salgo», ya es una parte de esa misma experiencia distinta del gesto solitario de cerrar un libro. Cuando uno va apreciando esto, se hace consciente de que el texto teatral ha de ser escrito desde otra mentalidad que el texto narrativo o poético. Yo intento ganar las armas, las estrategias de los poetas y de los narradores, y ponerlas al servicio del teatro.

P: En algunas de tus obras haces uso del metateatro: introduces reflexiones sobre interpretación o sobre teatro dentro de la misma historia que el espectador está recibiendo, a su vez, en forma de obra de teatro.

R: Sin duda eso es decisivo en dos obras como Himmelweg y El chico de la última fila, e incluso también en Hamelin, a través de la figura del Acotador. De algún modo (de una forma espero que no obvia, sino compleja), la obra discute la propia posibilidad de la representación: llama la atención al espectador sobre el hecho de que está ante un artificio hacia el que ha de tener una posición crítica. El personaje del Acotador en Hamelin, aparte de ser un elemento dinamizador que permite pasar muy fácilmente de unos espacios y tiempos a otros, revela el texto en cuanto que texto, el artificio en cuanto que artificio. En una obra que habla sobre versiones y sobre conflictos entre versiones, el espectador es invitado a reflexionar sobre el hecho de que está asistiendo a una versión entre otras, y que él mismo ha de tener una actitud crítica frente a lo que se le presenta. Tal cosa sucede también en Himmelweg, en la medida en que el propio Comandante, creador de la manipulación teatral que es tematizada en la obra, reflexiona sobre los distintos modos de contar una historia. De esta forma, el espectador es invitado a pensar y a discutir cómo habría que contar esta historia, y esa controversia es parte del espectáculo. Hay espectadores que salen de Himmelweg diciendo que ellos habrían contando la historia de otra manera, que si la primera sección lastra el resto de la obra, que si debería haberse desarrollado linealmente siguiendo los pasos del Hombre de la Cruz Roja desde la víspera de aquel día… Yo tenía buenas razones para escribir la obra como lo hice, pero me parece muy interesante que el espectador se plantee cómo él habría construido la obra. Y en El chico de la última fila, a lo que asistimos es a la puesta en escena de la escritura, de forma que finalmente se revela que todo lo que hemos visto es un artificio construido por Claudio. Efectivamente, se trata de obras en las que la puesta en abismo del texto y de la representación puede abrir un espacio para la reflexión del espectador. En la obra que estoy escribiendo ahora, que se llama El cartógrafo (una obra sobre espacios y sobre mapas), un personaje, una vieja cartógrafa, dice: «A mí me gusta más el teatro que el cine, porque el teatro es semejante a la cartografía, mientras que el cine es como la fotografía». Viene a decir que en una foto, como en una película, pueden aparecer elementos imprevistos, no controlados, mientras que en un mapa todo lo que aparece corresponde a una pregunta que se ha hecho el cartógrafo. Lo mismo se puede decir acerca del teatro. En un espectáculo cada elemento ha de responder a una pregunta que se haya hecho el director, y con él cada uno de los creadores del espectáculo. El actor debe elegir cada gesto, cada movimiento, cada elemento que pone en juego, respondiendo a una pregunta que se ha hecho, porque quiere que sean significativos. Al final de El cartógrafo se suscita una reflexión sobre la obra misma: por qué se han presentado ciertas cosas y no otras. Todo lo que aparece en un texto ha de ser esencial, ha de responder a una pregunta que se hace el autor.

P: En tu producción encontramos textos que recurren a la literatura y a la filosofía, y otros que surgen de temas de actualidad. ¿Tiene esto que ver con tu punto de partida para cada obra?

R: Los orígenes de las obras son muy diversos. La tortuga de Darwin parte de una foto que vi en La Vanguardia de una tortuga, Harriet, que había cumplido 175 años. El chico de la última fila procede de una experiencia muy personal. Siendo yo profesor de secundaria, de matemáticas, no de literatura, estaba corrigiendo unos exámenes de fracciones. Era en el nocturno, de forma que había alumnos que hacían otras cosas durante la mañana, y un alumno me escribe: «Juan, no puedo contestarte porque no tengo ni idea, no he podido estudiar, pero estoy jugando muy bien al tenis, el domingo pasado salí en el Marca y voy a ganar muchos torneos y tú y yo lo vamos a celebrar.» No es Rafa Nadal. Me llamó mucho la atención que un chaval te contase su vida a través de un ejercicio escolar. Himmelweg también procede de una experiencia muy particular: estoy escuchando una conferencia y me entero de que hubo un delegado de la Cruz Roja que visitó Auschwitz y Theresienstadt, la ciudad gueto, y acabó emitiendo un informe útil a los nazis. Entonces yo pensé: «Este hombre me interesa». Me interesa precisamente porque es paradójico, porque es complejo… Yo me siento feliz en el teatro porque me parece un medio extraordinariamente diverso para compartir mi experiencia del mundo, mi asombro hacia el mundo, para celebrarlo o para manifestar mi angustia. Para compartir mi felicidad hacia ciertas cosas y mi zozobra hacia otras. Creo que el teatro es infinitamente elástico, no creo que haya ninguna historia, ningún tema o personaje que no pueda presentarse en este viejo arte que establecieron los griegos. Parto de lugares muy diversos y mi objetivo último es construir una experiencia poética. Cierto que uno viene de donde viene, y mi formación filosófica y mis lecturas han hecho que muchos de mis personajes sean intelectuales, filósofos, escritores (por ejemplo, Bulgákov en Cartas de amor a Stalin, el Hombre Alto en Animales nocturnos, Enmanuel en La paz perpetua, etcétera). En mis obras abunda ese tipo de personajes, y tengo que advertirme frente a ello. Una y otra vez me digo: «No, no, en esta obra no ha de aparecer ningún intelectual». El peligro de poner en escena a un intelectual es que ese personaje sea muy consciente de lo que está en juego en la obra —que, por así decirlo, vea la obra desde fuera— y llegue a verbalizarlo y a situar en primer plano una interpretación de la obra. A mí me ocurre que escribo sobre un mono, Copito, y ese mono acaba siendo un lector de Montaigne. Por supuesto que creo que el hecho de que el mono moribundo sea lector de Montaigne le da un valor adicional. No me hubiera consentido escribir una obra sobre, por ejemplo, un catedrático universitario que citase una y otra vez a Montaigne, a menos que hubiera intentado criticar a un pedante. Pero que el mono agonizante cite a Montaigne enriquece al personaje y, por otro lado, esas citas cobran una tensión muy especial en semejante boca. Dicho esto, creo que es importante que grandes debates filosóficos ingresen en el teatro, pero hay que conseguir que no sepulten el peso dramático de la obra. Siempre tengo en la cabeza como ejemplo extraordinario Antígona, donde el gran maestro Sófocles consigue presentarnos un dilema filosófico en torno a qué ser leal: a la tradición o al estado, a la familia y a la sangre o a la ley de la ciudad. Pero no lo hace presentándolo en crudo, sino a través de una experiencia concreta que viven sus personajes en torno al hecho de enterrar o no a ese hermano que es, al mismo tiempo, un traidor a la ciudad. Yo intento advertirme acerca de esto: que es fundamental arraigar, que el dilema filosófico, si se da, ha de depositarse sobre sangre y sobre carne. Pero reconozco que traiciono este mandato: por ejemplo, El traductor de Blumemberg es una obra que a mí me interesa mucho, pero en la que creo que quizá me falte tocar tierra.

P: Una parte troncal de tu labor como dramaturgo es la adaptación de obras de otros autores.

R: Algo sobre lo que te enseña trabajar como adaptador es precisamente el carácter maleable del texto teatral, que ha de ser revisado para una determinada puesta en escena. Eso le hace a uno mirar de forma distinta sus propios textos. Yo no tuve la suerte de estudiar dramaturgia en la RESAD o en el Institut del Teatre, y mi formación como dramaturgo se reduce a algunos talleres (debo mucho a Sanchis Sinisterra y al chileno Marco Antonio de la Parra) y a unas cuantas lecturas, pero junto a eso las adaptaciones han sido una escuela extraordinaria. Tener una relación íntima durante un tiempo largo con textos mayores te permite, por un lado, entrar en la cocina de los grandes, lo cual te hace reflexionar sobre sus estrategias, sobre el modo en el que construyen personajes, sobre el modo en el que cierran una escena (y uno espera que algo se le pegue de todo eso), pero además también hay una suerte de enseñanza moral: la adaptación de textos clásicos le hace a uno más modesto y al mismo tiempo más ambicioso. Más modesto porque uno se da cuenta de hasta qué punto es pequeño lo que ha escrito, y siente que todas las obras que ha escrito no valen el viaje hacia el acantilado de Dover en Rey Lear. Eso le hace a uno ser humilde y la humildad es buena. Pero por otro lado, a uno le hace más ambicioso en el sentido de más responsable, porque uno se da cuenta de hasta dónde ha sido capaz de llegar este arte, el arte teatral. Jamás daría el sí a una editorial que me propusiese la versión de un texto para su edición, ni siquiera en una lengua que conociese razonablemente bien. He estudiado algunas lenguas, pero incluso en ellas sé que hay gente que haría un trabajo de traducción mejor. Cuando me llaman para hacer una adaptación, me llaman como dramaturgo. Me llaman porque yo conozco ciertas cosas que quizá un traductor no conozca tan bien. Por ejemplo, una estrategia shakesperiana bien conocida, que se da en Rey Lear y en otras obras, es contrastar una situación intensamente dramática con una situación cómica. Mal servicio hacemos a Shakespeare si, manteniendo el texto tal cual, conservamos un chiste que hoy no se entiende. El hombre de teatro puede hacer una lectura de ese texto distinta que el especialista en la lengua, el traductor. Yo, cuando soy convocado para una adaptación, sé que debo trabajar conforme a una doble fidelidad: por un lado al texto original (que no al autor original) y por otro al espectador contemporáneo. Y esas dos fidelidades a veces entran en tensión. Digo que al texto y no al autor porque el texto sabe cosas que el autor desconoce. El texto puede ser leído desde experiencias ajenas al autor, y esas experiencias lo desplazarán a lugares imprevistos por el autor. No es posible hoy poner en escena El mercader de Venecia, y en particular el personaje de Shylock, sin considerar la historia del antisemitismo europeo y la muerte de seis millones de judíos en el holocausto. El tiempo convierte en relevantes cosas que quizá no fueran tan significativas en su momento, y al contrario. Cuando tengo que seleccionar en un clásico, dando valor a unos elementos o a otros, hago una lectura inevitablemente actual, pensando en el espectador contemporáneo. Entiendo mi trabajo de adaptador como un trabajo de reescritura en el que no debo montar sobre el texto original mis propias manías, mis propias obsesiones, mis pesadillas y mis sueños, sino encoger mi función autoral y desarrollarla al servicio del espectador.

P: ¿Cuál es para ti la función del teatro?

R: Creo que el teatro, como el arte en general, es un extraordinario depósito de experiencia, un medio maravilloso a través del cual unos seres humanos recogen experiencia y la comparten con otros, de su propio tiempo y de otros tiempos. El arte nos permite presentar lo universal y también lo particular e irrepetible. Cuando vemos una obra de los griegos, es tan interesante aquello en lo que nos reconocemos como aquello en lo que no nos reconocemos; aquello que sentimos como pasiones, miedos y pesadillas que nos son inmediatas, y también aquello que sentimos propio de una determinada mentalidad, de una sociedad… Porque precisamente aquello que se repite y aquello que no se repite, uno y otro son lo humano. Mi sueño como escritor de teatro es que los espectáculos que se hacen con mis obras enriquezcan en experiencia al espectador, que salga no digo transformado, pero sí enriquecido en su experiencia, con una visión y una sensibilidad más amplias, con un oído y una mirada más complejos que le permitan vivir con más intensidad. No expresarme a mí mismo, cosa que haré inevitablemente, no meramente entretener, no hacer sólo que el espectador pase el tiempo, sino que salga enriquecido en experiencia. Pienso en la noción de experiencia de Walter Benjamin, el filósofo en cuya obra me formé; Benjamin subrayaba que los soldados de la Primera Guerra Mundial, la primera gran guerra tecnológica, habiendo vivido vivencias enormes, volvían sin embargo enmudecidos porque eran incapaces de hacer experiencia de eso que habían vivido. Ese diagnóstico radical de Benjamin me es útil para pensar que hay espectáculos de los que el espectador sale enmudecido, y otros de los que sale enriquecido en su experiencia. Y me sirve para pensar en la necesidad de contener la máquina teatral. Cuando el teatro es capaz de presentar una pasión, un gran conflicto, una situación paradójica, es formidable. Voy un poco más lejos: para mí la misión del teatro en particular y del arte en general es presentar una anomalía, una singularidad, y esa es su forma de representar lo universal. Para lo mediano, para lo normal, está la sociología. Intento tener esto en cuenta y observar eso que Primo Levi llamaba la zona gris, la que separa y al mismo tiempo une a víctimas y verdugos. Me interesan personajes como, por ejemplo, los de Animales nocturnos, en los que el juego verdugo-víctima se complejiza. El teatro es un arte político y lo es al menos en un triple sentido. Por un lado, es un arte político porque convoca a la polis, hace asamblea. Ahora mismo no hay muchas razones para reunirse y el teatro es una de las mejores, ya que permite una recepción colectiva del espectáculo. Qué extraordinario invento nos entregaron los griegos: un arte en el cual unos ciudadanos ponen en pie unas ficciones que permiten a otros reflexionar sobre sus propias vidas, sobre lo que viven o sobre lo que querrían vivir. Segundo: el teatro es un arte político porque es un arte de autoría colectiva. Eso implica que las ilusiones y las desilusiones que representa sean compartidas, y eso me parece también formidable. Y en tercer lugar: es un arte político porque es por antonomasia el arte de la crítica y de la utopía, el arte por excelencia para representar lo que hay y lo que podría haber. Reivindico el carácter político del teatro frente a un carácter partidista que no me interesa, porque creo que el partidismo tiende al maniqueísmo, a la simplificación, y nuestra misión es precisamente la de presentar lo complejo como complejo. Eso es lo que intentan obras como Hamelin, por ejemplo.

P: En los montajes de tus textos se adivina la complejidad de la que hablas. El espectador no sabe a ciencia cierta qué derroteros van a tomar los personajes y difícilmente topa con la llamada «palabra de autor». 

R: En general, intento que sea así, si bien en ocasiones —intencionadamente o no—, mi voz sí se deja reconocer. Creo importante que el espectador en un determinado momento se pregunte: «¿Qué obra estoy viendo?». Y eso no quiere decir confundirlo en el sentido de «¿de qué va esto?», sino llevarle a preguntarse «¿cuál es el tema de esta obra?», «¿de qué quieren hablarme?». Me interesa cuando alguien me cuenta que en cierto momento advierte que Animales nocturnos no es una obra sobre la inmigración, de denuncia de la explotación del inmigrante, sino sobre la amistad; o cuando alguien dice sobre Himmelweg: «Resulta que no es una obra sobre el holocausto, sino sobre la responsabilidad». Eso me interesa. Pero a veces sí quiero que se reconozcan mi voz y la intención de la obra. Quizá en mis obras sobre animales me he desnudado más que en otras. La máscara del animal te permite presentarte más claramente; a través del mono Copito, de la tortuga Harriet o del perro Enmanuel, me he expuesto más a mí mismo que con otros personajes. En boca de un animal pones frases que no te atreverías a poner en boca de un alter ego humano. Mi primer trabajo con animales fue una versión de El coloquio de los perros, de Cervantes. Empezó siendo una versión ortodoxa que se hubiera llamado El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes en versión de Juan Mayorga. Pero poco a poco me fui apropiando el material, y hoy se llama Palabra de perro para no engañar al espectador, porque encontrará algo que acaso le parezca demasiado distante de la novela cervantina. En aquel trabajo descubrí el valor poético y el valor político del animal en escena. El valor poético porque el animal rompe el marco y permite una gran libertad al escritor, pero también al actor. Porque ¿cómo se hace el perro, la tortuga o el mono? Los tres casos que he mencionado antes dieron lugar a trabajos actorales muy singulares que creo que van a quedar en la memoria de algunos aficionados. Y por otro lado, está el valor político del animal. Aquí uno recoge, de algún modo, la herencia kafkiana: si a un hombre le llamas insecto, acaba siendo un insecto. No en balde en nuestra dolorida España se llamaba perro al converso, al judío o al moro. La animalización del ser humano prepara su maltrato físico. La muerte moral prepara la muerte física. Porque cuesta menos matar a un perro que matar a un ser humano. Si al ser humano lo has convertido previamente en perro, estás preparando su muerte. Y el animal humanizado es el envés de eso que permite hablar, por un lado, sobre cómo los animales nos ven, pero también sobre lo animal que hay en nosotros.
     Siguiendo con el tema que planteáis, conviene recordar que hay una importante tradición, que empieza al menos en Los persas de Esquilo, en la que el autor pone su voz en primer plano. Desde luego hay momentos de Rey Lear en los que podemos reconocer a Shakespeare. Hay otros autores más inasibles: ¿Qué pensaba realmente Chéjov? Al final de Los persas aparece la sombra del rey Darío soltando una bronca al pueblo persa que en realidad es una advertencia al espectador ateniense: «Si no sabéis dominar vuestra soberbia, lo pagaréis caro». La dimensión moral y política del teatro de Esquilo es muy clara y está en primer plano. Pero la voz de Esquilo no llega a sepultar la posibilidad de que el espectador haga su lectura personal. De nuevo estamos aquí ante la noción de complejidad. Si toda la obra está construida como un monólogo del autor, más o menos encubierto, de forma que unos personajes son fortalecidos o debilitados precisamente para sostener una determinada tesis, la obra será dramáticamente débil y socialmente inútil. Volviendo a la noción de experiencia, si la obra sólo ha servido para defender una tesis, poca experiencia habrá sido capaz de construir. En cambio, si el espectador se ha hecho de algún modo corresponsable del problema, se ha sentido interpelado, si la obra le ha llevado a preguntarse: «¿Qué hubiera hecho yo ahí?», aparece otra cosa. Cuando eso ocurre, cuando la obra no se limita a decirte «Tú tendrías que hacer esto, o lo otro», entonces creamos una zona compleja en la que el espectador se puede hacer preguntas. De nuevo me parece útil la noción de zona gris de Levi. En Los hundidos y los salvados, Levi dice que, además de las víctimas y los verdugos, están aquellos que sobreviven en una zona híbrida en la que al mismo tiempo son víctimas y verdugos. Y esa es la zona moralmente interesante, que todos pisamos alguna vez. Pensemos en ese triste suceso que recientemente captó una cámara en un tren en Cataluña: aquel imbécil que patea a aquella chica inmigrante. El personaje interesante, desde un punto de vista moral, es el tercero: el testigo que decide no actuar. La decisión moral está emparentada con la muerte: si ayudo, puedo morir. No hay acto moral donde no haya un posible sacrificio. En ese microcosmos del vagón semivacío está la humanidad entera. Una chica que tiene mala suerte, un verdugo banal y ese otro tipo que puede interponerse, que puede ayudar o no, pero que al mismo tiempo, en ese momento, quizá está pensando: «Tengo derecho a la felicidad, tengo hijos, tengo una pareja que me ama, tengo un proyecto… ¿Por qué voy a arriesgar todo eso por una persona a la que no conozco?». Una obra menor presentaría la situación mencionada con trazos gruesos, haciendo una denuncia del abuso, denuncia en la que todos estaríamos de acuerdo. Una obra más interesante llevaría al espectador a mirar a ese tercer personaje y a preguntarse: «¿Qué haría yo en esa situación? ¿En qué otras situaciones también yo estoy pactando con el mal o mirando hacia otro lado?». En este segundo caso la obra se alimenta de la experiencia del espectador y a su vez la experiencia del espectador se ve enriquecida ahora y en el futuro. Porque el espectador probablemente va a revisar momentos en los que él miró hacia otro lado o momentos en los que, al contrario, se sacrificó; y viceversa, la obra le va a acompañar en momentos futuros. Cuando eso ocurre, ocurre algo muy poderoso.

P: Más que establecer parámetros teóricos, morales y filosóficos según los cuales el lector debería conducir su vida, tus textos invitan al espectador o al lector a la reflexión.

R: Ojalá sea así. Así lo intento. Creo que hay un teatro «de izquierdas» absolutamente ineficaz del que el espectador sale sintiéndose más inocente. Es muy confortable ver a un malvado en escena frente al que tú te sientes inocente. Pero hay otro tipo de espectáculo menos confortante, que es aquel del que el espectador sale sintiéndose más responsable. Eso es lo que creo que, en alguna medida, ha sucedido con algunos de los montajes de Hamelin. Al comienzo de la obra, el espectador dice: «Ese Rivas es un pederasta, hay que machacarlo». Pero luego el espectador empieza a pensar: «¿Qué hago yo frente a la pobreza de los niños en mi propia ciudad?». Si hay niños abandonados, si hay niños en la miseria, si hay niños faltos de educación, eso es terreno abonado para los depredadores. Entonces las cosas ya empiezan a ser más complejas. Por otro lado, incluso sintiendo un rechazo absoluto, por supuesto, hacia la pederastia, es posible comprender que un pedófilo puede tener una profundísima herida. Yo, como hombre de teatro, tengo que defender a mis personajes; no justificarlos, sino intentar hacerme cargo de sus heridas. En La paz perpetua, me importaba mucho el personaje del Ser Humano. Es un personaje del que me siento personalmente muy distanciado, como me siento muy distanciado del comandante nazi de Himmelweg o del Rivas de Hamelin. Pero mi obligación es no caricaturizarlos, sino intentar ponerme en su mejor versión posible, en aquella en la que no sean vistos como unos monstruos distantes, sino como alguien en quien yo reconozca mi propio monstruo. El personaje del Ser Humano ha de lanzar un discurso moral tan convincente como sea posible para legitimar la tortura. Y esto es algo que me cuesta enormemente, porque yo estoy frente a ella como ciudadano, pero creo que la obra será tanto más útil cuanto más convincente sea ese discurso, de forma que sea el espectador y no el propio espectáculo el que contradiga ese discurso. Si el espectador siente que los argumentos de ese hombre son poderosos, generará sus propios contraargumentos, y ésos son siempre más interesantes que los que el autor pueda proponer.

P: «En la vida no se habla así» (Himmelweg).

R: Respecto a la palabra, yo intento estar atento a lo que se dice a mi alrededor. Creo que no necesito siquiera intentarlo, creo que soy cotilla, que la gente de teatro lo es y ha de serlo, y desde luego los escritores hemos de serlo. Si estoy en el metro leyendo pero tengo una conversación interesante al lado, sé hacia dónde va a ir mi atención. Hay teatro en el aire: conflictos, personajes, situaciones. Por lo que se refiere al lenguaje, creo que también ahí el teatro ha de cumplir esa función crítica y utópica a la que antes me refería. Por un lado, el teatro puede hacernos escuchar con asombro lo que, de hecho, decimos; por otro, puede ser, también en lo que a la palabra se refiere, un lugar para la utopía, es decir, un lugar para decir la verdad y para encontrar una palabra más ancha y más honda. El teatro puede hacernos escuchar una palabra que nos sacuda y nos muestre hasta dónde nuestra lengua es capaz de recoger experiencia y compartirla, y puede mostrarnos cómo herimos nuestra lengua entregándola al lugar común y al ruido. Yo creo necesario escribir obras en las que la palabra, sin ser solemne ni prepotente ni campanuda, sea capaz de tener una tensión poética y de desafiar el oído del espectador.

P: Tus obras son de muy diversa extensión.

R: En el prólogo de Teatro para minutos, mi colección de textos breves, reivindico la no estandarización también en ese sentido. El teatro es un arte muy conservador. No lo es tanto como el cine, pero es un arte muy conservador si lo comparamos, por ejemplo, con la poesía, en la que se consiente cualquier tipo de formato. Cuanto más menesteroso es un arte, más independiente es, porque menos necesita y más desafiante puede ser. Como el poeta sabe que no va a ganar dinero con eso, se puede permitir un libro de quince mil versos y otro de tres versos con dos dibujos. Hemos de aprender de esa arrogancia y de esa valentía. Pero es cierto que el sistema teatral, los circuitos en los que solemos mostrar nuestro trabajo, tiende a pasteurizarlo. Hay una ley implícita según la cual debemos escribir obras de aproximadamente diez mil palabras para cuatro o cinco actores. Muchas de mis obras tienen una extensión cercana a ésa, y espero que ello no se deba a que estoy obedeciendo al mercado. En todo caso, creo necesario escribir obras muy breves y obras de gran extensión con muchísimos personajes. Creo que el escritor no es el líder del hecho teatral, que el teatro es el arte del actor, pero el autor sí ha de asumir una responsabilidad muy especial, que es la de quien puede crecer solo, porque puede decirse: «No necesito vender inmediatamente mi mercancía, esta obra puede estar años en un cajón. Puedo buscarme la vida de otro modo y seguir creciendo como escritor». El autor ha de desafiar el sistema teatral. Si Valle hubiese escrito al servicio del mediocre sistema teatral de su época, no hubiera creado ese teatro para el futuro que creó. Uno debe desafiar la mainstream, los formatos estándares, y eso tiene que ver también con la extensión de los textos. Uno ha de dar al texto la extensión que la obra necesite, la que exija la ley interna de la obra. Ahora bien, cuanto más compleja sea la obra en cuanto a temática, número de personajes, extensión, mayor confianza está reclamando el autor para ese material, y su talento ha de estar a la altura de esa confianza que solicita. Si uno revienta el formato es porque ha de estar cargado de razones para hacerlo, porque si no, está perdiendo el tiempo y haciéndoselo perder a los demás.

P: Hablemos de tu momento actual: estrenos, premios, traducciones. ¿Qué significan y cómo influyen en tu escritura presente?

R: Yo tengo muchas dudas acerca del valor de mi trabajo. Eso está vinculado al hecho de que pelee una y otra vez con los textos, siempre insatisfecho. Los antídotos frente a esas dudas no son los premios. Los premios están bien y hay que agradecerlos, son gestos de confianza (como los Max, que te da mucha gente de la profesión, o el Valle-Inclán, que concede un jurado muy determinado). Son empujones para seguir, y sobre todo hacen que te sientas más responsable. No deberían hacerte más conservador. Pero lo que realmente te hace pensar que debes seguir es ver que algunas veces sucede eso que buscabas, esa construcción de experiencia. En algunos momentos, preciosos e infrecuentes, he sentido que espectáculos basados en mis textos han producido en algunos espectadores eso que yo llamo experiencia. Ésa es la mejor gasolina, lo que te convence de que lo que haces tiene un sentido y de que tu trabajo tiene un valor para otros. Personalmente, el teatro cada día me resulta un medio más fascinante y más complejo y más imprevisible para compartir cosas. Probablemente hay otros medios, pero en mi caso, el conjunto de mis preocupaciones (que van desde las de orden intelectual como aficionado a la filosofía hasta cosas tan concretas como la pregunta acerca de cómo educar a un niño o qué hacer con un amigo que padece una depresión) encuentra en el teatro una vía muy diversa y muy directa de encauzarse y de enriquecerse.
     En este contexto quiero mencionar el ejemplo de La paz perpetua, una obra que ha sido controvertida. Ha habido gente que ha reaccionado frente a ella no sólo con indiferencia, sino con clara hostilidad, y eso es interesante porque la controversia es parte del espectáculo, pero ha habido otra gente que la ha defendido con vehemencia. Yo siento gratitud hacia quienes han defendido ése y otros trabajos míos y sé que debo, en los próximos, estar a la altura de esa confianza. Y debo estar, especialmente, a la altura de la confianza de los directores y actores que defienden mis textos. Cuando me dieron el Nacional de Teatro (que no creo merecer), inmediatamente pensé en ellos. En los que hacen ese trabajo milagroso de convertir tu literatura en una experiencia en tiempo y lugar concretos, hoy, aquí, para un espectador. Yo trabajo para esos actores y para ese espectador. Es así como lo siento.

P: ¿Cómo definirías el teatro como género?

R: Hay que desafiar los géneros. Creo que es muy importante, y sobre esto hemos hablado muchas veces con Sanchis, buscar teatro allí donde parece que no lo hay. Si a ti te dicen «esto no es teatro», has de buscar estrategias para contradecir esa afirmación. Si allí no hay teatro, es un espacio a conquistar y en el que ganar algo con lo que alimentar el teatro. Los trabajos que hace Sanchis sobre dramaturgia de textos narrativos me parecen muy interesantes, porque en principio parece que haya una disociación entre drama y narración. Yo he intentado que los discursos narrativos de Himmelweg sean intensamente dramáticos. El Hombre de la Cruz Roja está narrando para intentar justificarse ante sí mismo y ante la humanidad por algo terrible que cambió su vida. Si eso es un cuento del tipo «érase una vez…», es pura narración que más vale leer en casa con tranquilidad. Pero si es algo que está atravesando el aquí y ahora del personaje, entonces estamos en el teatro. Creo que hay que desafiar los compartimentos y buscar teatro en la poesía, en la mística, en la literatura memorial… Por otro lado, el teatro tiene un carácter que permite introducir la complejidad del mundo de una forma muy eficaz. Es el arte dialéctico por antonomasia. Y frente al ensayista, que inevitablemente va a adherirse a una posición y desde esa posición va a discutir otras, el autor de teatro puede construir personajes que sostengan visiones del mundo y, más aún, que hagan experiencia de esas visiones del mundo, presentando lo complejo como complejo y lo paradójico como paradójico sin resolver la paradoja. Como situación contradictoria que exige una decisión, la paradoja (y no la certeza) es el lugar por excelencia de la filosofía, y el teatro puede hacer visible la contradicción. Hay un teatro filosófico que a mí no me interesa, en el que un personaje es portavoz del autor y el discurso está reducido a filosofemas; pero hay otro teatro filosófico, cuyo primer ejemplo es Antígona, en el que lo importante no es lo que se está diciendo, sino cómo las palabras rodean una situación paradójica irreducible a palabras y que finalmente sólo puede ser resuelta por una decisión, es decir, por un salto al vacío. Por eso, las versiones más poderosas de Antígona no son aquellas que angelizan a la heroína frente a Creonte —recordemos que Hegel se ponía a favor de Creonte, defensor de la ley racional moderna, frente a una Antígona que él ve como una reaccionaria—. En ese sentido, me alegró ver que mi versión de Un enemigo del pueblo, de Ibsen, diese lugar a lecturas muy distintas. Por cierto, no en las páginas de cultura, sino en las de política, lo que también me alegró mucho, porque es fundamental que el teatro genere conversación en otros ámbitos. El jardín quemado, La paz perpetua, Hamelin o Himmelweg quieren abrir ese tipo de conversación. Yo intento construir personajes complejos en situaciones complejas, alrededor no de una certeza mía, sino de una duda que quiero compartir con otros.

Esta conversación fue publicada en el número 33 de la revista (Pausa.).
Fotografía de Paco Navarro.