La huelga fértil

La jornada de huelga general es a un tiempo oportunidad de reflexión y de acción. Por eso, echo un vistazo figurado a la situación y me digo que qué derechos podemos defender precisamente nosotros, si no tenemos ninguno –y aquí dudo entre escribir ya o todavía–. ¿Los de los trabajadores descreídos que, sin ser lo suyo jauja, están mil veces mejor de lo que nosotros lo estamos, y acuden hoy a trabajar sin alegría ni convicción, sólo para que no les descuenten una porción de su nómina? ¿Los de quienes tienen algo que perder con la reforma, pero que no se unirán a la huelga porque, me dicen quejumbrosos –a mí, que si enfermo no cobro, ni merezco subsidio de desempleo cuando no me contratan–, les han recortado un no sé cuánto por ciento del sueldo por culpa de la sumisión de los sindicatos? ¿Los de quienes declaran que, como no hay nada que hacer, no van a hacer nada?
 
En una página de El Periódico del miércoles, víspera del 29M, un columnista invitado como detractor de la huelga general proclama que él no se adherirá a la convocatoria porque le gusta mucho su trabajo. Y por más que releo su encendido elogio de la laboriosidad entregada no consigo deducir qué lo habrá inducido a creer que quienes protestan lo hacen porque trabajar les provoca urticaria. Grandes apasionados de su trabajo defienden hoy que el ejercicio profesional sea tal, que las leyes que lo regulan no abran la puerta a que el engranaje económico –patronal, gobiernos, bancos– le pise al trabajador los callos, le saque los ojos o se le folle a las hijas. Abolida la esclavitud, los trabajadores rechazan una nueva esclavización solapada o evidente, pues entienden que la actual reforma consiente todo tipo de explotación y vejación del empleado con la promesa de que así al menos habrá trabajo. El crecimiento del empleo es aquí la zanahoria que cuelga, apetitosa, al otro extremo del palo, lejos, demasiado lejos como para no ser de goma.

Mientras, quienes detestan su trabajo se resignan a sufrir desempeñándolo. Un sufrimiento mayor, como el que aseguran las medidas de nuestros gobiernos, viene a reafirmarlos en su convicción bíblica de que el fruto de la tierra sólo se obtiene con sudor, lumbago y llagas en las manos, así que aceptan esta reforma y las que vengan como una bendita penitencia divina. Sin embargo, desentendiéndose de la huelga y enarbolando la bandera de la decencia madrugadora, ahorradora y sacrificada están haciendo una lectura sesgada del Génesis, donde ningún pasaje determina que el fruto de tan arduo trabajo deba llevárselo invariablemente otro.

Me digo que, sirva o no para mover esta vez las leyes, a través de la huelga defendemos nuestros derechos posibles, presentes y futuros; los derechos del hombre, que deben anteponerse siempre a las cuentas de resultados. Entre tanto, los medios ceden la palabra a gente supuestamente lúcida que se finge escéptica –cuando en realidad creen, ¡vaya si creen!, en la perpetuación de sus feudos inexpugnables–, para que ventile esos errores históricos de la izquierda que en su opinión desactivan el poder de la huelga, y para que callen deliberadamente las razones históricas que la avalan. 

Por suerte, eso mismo que ellos quisieran ocultarnos lo registra, incontestable, el diccionario:
huelga2.
(Del celta hisp. *ŏlga; cf. galo ŏlca).
1. f. Terreno de cultivo especialmente fértil.

Las uñas negras, Pepa Pertejo