Por Ruth Vilar y Salva Artesero
Quimera, nº 325, diciembre de 2010
Si hay un dramaturgo que trata de reparar los maltrechos vínculos entre la práctica escénica y la literatura, ése es José Sanchis Sinisterra. Autor teatral, investigador y pedagogo, suyas son obras como ¡Ay, Carmela!, Flechas del ángel del olvido y Valeria y los pájaros, o dramaturgias como La noche de Molly Bloom y Bartleby, el escribiente.
© Fotografía: José Alfonso
P: ¿Qué lugar crees que ocupa el teatro dentro de la literatura?
José Sanchis Sinisterra: Se ve en Quimera, en los suplementos literarios de los periódicos, en las ferias del libro, en los congresos de literatura: la gente se olvida del teatro, como si no fuera un género literario. En parte, la culpa la tiene la gente de teatro, no sólo porque a menudo muestra una incultura inconmensurable, sino porque desde los sesenta y setenta adoptó la consigna de que el teatro no es literatura sino puesta en escena y de que la literatura es una especie de vestigio del hecho teatral que no tiene la más mínima prioridad. Se hizo una lectura parcial y errónea de El teatro y su doble de Artaud, libro que fue considerado la Biblia en los años sesenta y que se descubrió como el nuevo teatro (Peter Brook y otros directores tuvieron una época de influencia artaudiana). Es cierto que hay varios párrafos en que Artaud menosprecia la literatura como sustancia de lo teatral y reivindica la fisicalidad, el lenguaje del cuerpo y de la voz, etcétera. Pero páginas más adelante hace una apología de la palabra poética; ahí se ve que muchos directores no llegaron. Y esto, en parte, contribuyó a forjar el prejuicio (que todavía existe hoy en día) de que el texto literario es completamente secundario, un pre-texto. No hace mucho tuve un conflicto según el cual las didascalias, que para mí forman parte del texto teatral en sí (a veces en la misma medida que la palabra de los personajes), no serían competencia del autor sino del director, de modo que éste tendría derecho a tomar las palabras de los personajes y a hacer con ellas lo que le diese la gana. Esto prueba hasta qué punto en el propio teatro hay una desvalorización de su dimensión literaria. Llevo treinta años peleándome con eso, y de alguna manera el Teatro Fronterizo nació justamente como un ariete en esta reivindicación del texto literario, que evidentemente tenía que ser revisado, repensado, reelaborado, estudiado. Ése ha sido mi trabajo teórico y práctico de los últimos treinta años: qué tipo de texto dramático, entendido como partitura escénica, hay que elaborar para hacerlo acorde no sólo con el teatro del director o el teatro que prioriza la puesta en escena, sino también con las nuevas sensibilidades del público y de la sociedad. Estamos en una situación de minusvalía desde el punto vista del sistema teatral. Yo creo que eso tiene que ver con lo que llamo el maldito pensamiento dicotómico: la contraposición literatura-espectáculo, dramaturgia-puesta en escena, autor-director; todo esto se percibe como dicotomía y, por lo tanto, incompatibilidad. El pensamiento dicotómico es una trampa saducea: las cosas están llenas de gradaciones y mixturas. A veces pongo el famoso ejemplo de la luz, que se comporta como onda o como partícula. Para la lógica del sentido común esto parece incompatible, pero la realidad experimental demuestra que la luz es onda y partícula. Por lo tanto, no es impensable admitir que el teatro es literatura, sustancia literaria que debe tener todos los atributos y requisitos de su literariedad, y también espectáculo, partitura escénica.
P: Cabe enriquecer el teatro a través de la literatura.
J.S.S.: Estamos en manos de la tecnología escénica, de los efectos de luz, el cuerpo del actor no da más de sí… Me parece un desperdicio y un despilfarro renunciar a todo el poder de la palabra.
P: ¿Por qué y cuándo escogiste encauzar tu vocación como escritor a través del teatro?
J.S.S.: Vamos a retroceder mucho en la máquina del tiempo. Empecé a escribir, y que nadie se me ofenda, a los diez años. Decidí que iba a ser escritor y empecé a escribir novelas de aventuras, de vaqueros, de piratas, de ovnis. A los catorce, publiqué en la revista del colegio donde estudiaba, un colegio laico muy curioso en la Valencia del año 1954, al que le debo mucho. Allí había un grupo de teatro. Como yo me apuntaba a todo lo ajeno al estudio, me apunté y actué en una obra de Pedro Muñoz Seca. Y al año siguiente me dije: “Esto está muy bien, pero yo quiero dirigir”. Así que, a los quince, en el mismo colegio y con toda la cara, me puse a dirigir. Y, de una manera natural, pasé de escribir novelas y artículos a escribir literatura dramática. Las primeras obras debieron ser un poco más tardías, pero yo ya estaba envenenado de teatro. Había descubierto ese enorme poder de convertir la palabra en acción, en relación, en comunicación y me encontré escribiendo teatro. Cuando llegué a la universidad me atreví a montar alguna de mis obritas cortas. Fue un proceso orgánico, hasta tal punto que poco a poco fue desplazando mi precoz vocación narrativa y me concentré exclusivamente en la escritura teatral. Con el agravante de que en un viaje a París descubrí la teoría teatral (los libros teóricos de Jean Louis Barrault, del propio Antonin Artaud, Jean Vilar, Jacques Coupeau) y, como había entrado en la facultad de letras para estudiar filosofía y tenía vocación, me di cuenta de que se podía articular la reflexión teórica con la práctica (que había sido hasta entonces exclusivamente eso) de la puesta en escena y la de la escritura. Ahí quedé preso de un cepo del que ya era imposible escapar: la reflexión teórica, la escritura y la puesta en escena. Y también, inmediatamente, la pedagogía: con los libros que me traje de París ese año, en 1960, a los pocos meses fundé el Aula de Teatro en la facultad, y lo que estudiaba por la mañana, lo enseñaba por la tarde. Mi trabajo ha tenido esas cuatro dimensiones. Aun así, el camino real ha sido siempre la literatura, la fuente fundamental de todo mi trabajo teatral y filosófico (el que bebe del ensayo literario-filosófico).
P: Una parte importante de tu labor teatral, que se nutre directamente de literatura, es la de adaptación de textos narrativos, terreno fértil y ambicioso dentro de tu obra.
J.S.S.: Quizá demasiado. Efectivamente, en esta obsesión mía por devolverle al teatro la dimensión literaria, pensé que las fuentes directas de la tradición literaria podrían ser un buen sustrato, tratadas de un modo en que apareciera una teatralidad diferente, diversa. Este trabajo de dramaturgia de textos narrativos forma parte de mi permanente revisión de la noción de texto dramático: qué podemos hacer para salir de la pièce bien faite, de la obra teatral que cuenta una historia bien estructurada, y cómo crear objetos dramatúrgicos monstruosos, que cuestionen la teatralidad desde el texto. La innovación viene también del texto: ahí están para demostrarlo Beckett, Handke, Strauss, Bernhard, Pinter, autores que desde el texto han planteado una necesaria revisión del trabajo del actor, del espacio, de la puesta en escena. Por una parte, tenía la voluntad de restituir la literatura al centro del progreso de la representación teatral y, por otra, la de utilizar herramientas de la crítica literaria (otra de mis fuentes permanentes: narratología, estética de la recepción, lingüística pragmática, estructuralismo) para cuestionarme la noción de forma, de palabra y de acción dramáticas. Digo a veces que la dramatología, la ciencia del drama, está muy retrasada con respecto a la narratología; ésta no ha cesado de revisar su instrumental. En cambio la dramatología sigue demasiado pendiente de lo aristotélico, de lo brechtiano… En cuanto aparece un núcleo teórico fuerte, como sería Peter Szondi, nos pasamos veinte años dándole vueltas. Y faltan escuelas teóricas que se enfrenten, ¿por qué no?, para que eso fertilice y problematice la práctica. También aquí tenemos otra dicotomía: teoría-práctica.
P: Dicotomía que no es tal en otros ámbitos.
J.S.S.: Los narradores y los poetas tienen una cultura de crítica literaria muy grande que sin ningún prejuicio les hace cuestionarse su propio manierismo, su modo más o menos funcional del idioma. En cambio, en el teatro práctico parece desdeñarse esa dimensión. Eso es un déficit.
P: De ahí que otra de las manifestaciones de tu investigación consista en extraer de grandes obras “funciones” o “enunciados”, abstracciones del mecanismo que se pone en marcha en ciertas escenas, para aplicarlas como punto de partida en el ámbito creativo o pedagógico. ¿Cómo surge y se desarrolla esta idea?
J.S.S.: De un modo muy caótico. En un afán de rebuscar temas… Trato de aprender, de estudiar y de entender la vida, la política, la prensa, lo que está ocurriendo… pero toda esa experiencia corre el riesgo de convertirse en un torbellino caótico. Entonces, yo me imagino que como prótesis, tengo ahí ese otro camino (también caótico, pero más estable) de la reflexión teórica. La investigación, la sistematización, mi obsesión por las clasificaciones, la taxonomía (doce clases de monólogo, veinticuatro clases de diálogo, etcétera) tienen la función de servir de compensación al carácter (que yo nunca negaré) aleatorio, caótico, intuitivo, “mágico” de la creación. Es incontrolable, irracional, imprevisible; por tanto, no sienta mal establecer en el proceso creativo controles desde el punto de vista de la reflexión, de la teoría, de la técnica.
P: Y el orden que instauras a través de las taxonomías te permite aumentar la complejidad del texto.
J.S.S.: Permite hacerlo sin caer en el “cualquiercosismo”, una epidemia que muchas veces contamina a los autores en el afán de ser nuevos, modernos. Yo creo que los caminos establecidos hay que estar revisándolos continuamente. Así te encuentras con sorpresas de modernidad absoluta en autores que parecía que habían quedado obsoletos. Hay que mirarlos desde otro punto de vista.
P: Además te nutres de textos de disciplinas diversas que poco tienen que ver con la literatura: ciencia, psicología…
J.S.S.: Me imagino que esa inclinación hacia lo que serían las “ciencias de la literatura” tiene que ver con un componente científico heredado de mi padre que con el tiempo se fue desarrollando. Hacia 1980 de pronto empezó a interesarme la física cuántica, la teoría general de sistemas; así que busqué libros de divulgación científica, y desde entonces eso está permanentemente nutriendo o desecando mi escritura. A veces digo que ese pensamiento científico contemporáneo, que no podemos ignorar, tiene mucho que ver con el pensamiento poético porque atenta contra el sentido común, contra la percepción empírica de las cosas, contra la lógica de cada día. Eso es oro de ley para el creador: que le rompan a uno los esquemas preceptivos, aunque sólo entienda un 5% de lo que lee.
P: Proviene de la ciencia el concepto de “grafo” (imagen esquemática que analiza, proyecta o desarrolla aspectos textuales, forma de pensamiento visual), que acompaña tu escritura y que incluso te sugiere ideas para la posterior puesta en escena.
J.S.S.: Sí, es una formalización, en grados de abstracción muy variados, porque el “grafo” puede ser muy abstracto o más concreto, como por ejemplo el de mi última dramaturgia: he estado trabajando con dos textos de Cortázar, “Torito” y “Graffiti”, para un espectáculo que estrenamos en el Teatro Galileo de Madrid, en octubre. Son dos textos muy diferentes (de época, de estilo, de temática), lo único que tienen en común es una palabra personalizada. En “Torito” se trata de un viejo boxeador que narra a un supuesto compadre que ha ido a visitarle al hospital; en “Graffiti”, de una chica que está narrando a un tú (que no sabemos quién es) toda una historia relativa a una situación de dictadura. No sabía cómo unirlos y se me ocurrió una figura: un muro con una ventana, dos camas, que podrían ser de hospital, y un testigo. Cuando la luz da en una de las camas, rozando al testigo, el viejo boxeador habla; cinco minutos después, la luz cambia de cama, etcétera. Esta forma espacial, llámalo “grafo”, es también la matriz dramatúrgica. A veces me apoyo en este tipo de figuras.
P: ¿Qué importancia tienen, respecto al texto final, el proceso de escritura y de ensayo?
J.S.S.: Para mí son importantes y esclarecedores el proceso de escritura y la confrontación de esa escritura con un colectivo; a la hora de dirigir, trato de colocarme ante el texto como si fuera de otro autor (uno al que conozco bien) y es muy interesante para mí como director esa especie de distancia crítica cordial con el autor y decirme “bueno, esto es lo que el autor sabía cuando escribió, vamos a ver qué es lo que no sabía”. Este proceso lo he vivido en mi último montaje en la Sala Beckett, “Vagas noticias de Klamm”; es un texto del que estaba muy inseguro, de una comicidad un poco desmesurada, hasta que me di cuenta de que estaba hablando del paro. Entonces empezó a aflorar, por todos los medios de comunicación y todas las grietas de la realidad, la tragedia del paro, y creo que lo pude templar. Al final uno se tiene que tragar la risa. Y esto fue en parte el proceso de descubrimiento de la puesta en escena. Incluso se me ocurrió un elemento que no está en el texto: un dromplin. Se lo pedí al escenógrafo y él me dijo: “¿Y eso qué es?”. “No lo sé, tiene que ser algo que haya allí, un aparato que tenga vida, que interactúe, que emita sonidos y luces, y ya veremos qué pasa.” Fabricó un aparato maravilloso que parecía una máquina de último modelo de no se sabe qué y ese personaje fue creciendo en los ensayos y al final se convirtió en un elemento decisorio. De manera que en la próxima edición voy a tener que incluirlo, porque ha aparecido como fundamental. En la última escena, el dromplin, ese aparatito tan simpático, funciona como trituradora de papel y vemos que va devorando los curricula de todos los personajes. Destruye vidas humanas.
P: ¿Y qué supone la publicación?
J.S.S.: La publicación afirma la identidad literaria de la obra, cosa que es importante e incluso diría que a veces necesaria, porque a menudo los montajes traicionan ostentosamente el texto. Entonces para mí se convierte en vital que el texto se publique, aunque lo lean cuatro, para que quede fijado lo que salió de mi cabeza o de mi mano, y no aquello que se vio. También sirve para que el texto se traduzca o llegue a otros lugares. En América Latina se me representa más que en España, pero la distribución de libros de teatro es, también allí, fatal. Por ejemplo, Cátedra se distribuye muy bien; voy a México, a Buenos Aires, etcétera, y encuentro que se distribuye toda su colección; pero de teatro, más allá de García Lorca, no envían nada. Mis textos y los de otros autores vivos, no los encuentras. Esto tiene que ver con lo que comentábamos al principio: para las propias editoriales, el teatro acaba yendo en el furgón de cola. Es verdad que se lee poco, pero si no se distribuye todavía se leerá menos.
P: ¿Qué función literaria y escénica tienen las acotaciones en tus textos?
J.S.S.: El autor, en la medida en que es el responsable del texto, puede decidir inscribir en la palabra de los personajes, en los silencios, en la lógica de las escenas, una matriz didascálica implícita y arriesgarse a que luego el director y los actores se tomen libertades. Tengo varios textos así: El lector por horas, por ejemplo, es un texto en que yo decidí poner sólo como acotaciones “Lee”, “Ríe”, “Pausa”, “Silencio”. Hay evidentemente un margen de libertad enorme que yo no tengo más remedio que aceptar. Por otra parte, hay textos en los que el sentido no está sólo en lo que dicen los personajes, sino en el contexto situacional, en el espacio, en lo que hacen mientras lo dicen, incluso a veces en cómo lo dicen. Hay una gradación muy amplia en el terreno de las acotaciones o didascalias. Si tú consideras que el sentido de la frase o de la situación está ahí, lo pones. El autor tiene derecho a inscribir en el texto los territorios del sentido. Y a veces, cuando el director prescinde de eso, la obra se va al garete. Muchos directores afirman que las acotaciones no son cosa del autor, que son “intrusismo laboral”. Y yo les digo: “Demostráis una ignorancia lingüística”, porque la lingüística argumenta que el sentido está en el enunciado y en la enunciación, y que un mismo enunciado, según las circunstancias de enunciación, produce un sentido u otro. ¿Desde cuándo el sentido está sólo en el enunciado?
P: ¿Qué distingue el teatro de los otros géneros literarios?
J.S.S.: Por una parte, la palabra dramática es una palabra activa, una palabra que transporta y contiene acción. Recomiendo al autor que evite la tentación de hacer que el personaje se exprese maravillosamente, narre, argumente, y lo animo a que se pregunte continuamente qué está haciendo el personaje cuando dice eso. Todo ese componente pragmático es algo que, al menos en el tipo de literatura dramática que a mí me interesa, es primordial. Qué hace el personaje cuando está hablando.
La segunda cuestión es la paradoja de que, a pesar de que yo creo que el dramaturgo debe cuidar la expresión (los diálogos, los monólogos…) con la misma precisión que el novelista y el poeta, su instrumento debería ser capaz de permitir que los personajes se expresen impropiamente, de renunciar a la magnificencia para que la situación de los personajes, su estatus, su emocionalidad, alteren su palabra y esa palabra sea a menudo inadecuada, excesiva, insuficiente, imprecisa, incluso sin miedo al solecismo o al error sintáctico, gramatical. Es paradójico porque tampoco se trata de que la palabra de los personajes sea bazofia. Se trata de explorar una cierta insuficiencia del lenguaje y el habla del personaje en función de su estatus, cultura, etcétera. En El lector por horas los personajes tienen un registro verbal muy superior al de Vagas noticias de Klamm y al de Perdida en los Apalaches o Los figurantes. En ésta yo quería precisamente bajar el registro verbal, porque son personajes que en su vida no han dicho más que “¡Viva el rey!”, así que los castigué con un lenguaje residual.
En tercer lugar, la escritura dramática debe dejar huecos, no sólo para que el receptor los complete rellenando y resolviendo las incertidumbres, sino también para el trabajo del actor sobre el texto, y para el trabajo del director sobre la acción física. Aunque yo ponga muchas acotaciones en un texto, quedan infinidad de huecos. Uno debe prever también esa condición nuevamente paradójica del texto, que por una parte sería autosuficiente como objeto literario, pero que por otra tiene que ser insuficiente como objeto teatral, permitiendo que los otros lenguajes del teatro lo completen, lo enriquezcan, lo potencien, lo dimensionen. El texto dramático explora el límite de la suficiencia y la insuficiencia, la propiedad y la impropiedad, la literalidad y la pragmaticidad. Es fronterizo por definición. ¡Quién me lo iba a decir a mí, cuando se me ocurrió esta imagen para llamar al grupo!
P: En la actualidad, estás trabajando para abrir un nuevo espacio en Madrid.
J.S.S.: Estoy reuniéndome con un grupo de gente para crear un espacio en donde de alguna manera se sumen la mayor parte de las experiencias que he tenido en mi trayectoria teatral. Que tenga algo que ver con lo que fue y es la Sala Beckett, un centro de apoyo a las nuevas dramaturgias. Que devuelva al teatro su conexión con lo social. Luego, con una vocación clarísimamente internacional. La cuarta pata sería la relación del teatro con otras disciplinas: ciencia, filosofía, historia, política, antropología; o sea, que el teatro no pierda nunca su componente intelectual y su conexión con otros ámbitos. Empecé a madurar este proyecto hace tres años. Creo que en Madrid falta un espacio así, que será también un espacio de exhibición. El proyecto se llama Nuevo Teatro Fronterizo, y estamos elaborando también un “Fronterizo” virtual, para que el proyecto tenga una existencia a través de la red.