Vargas Llosa: el teatro de la ubicuidad

Ruth Vilar, ADE Teatro, nº 133, 2011.




El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa no es un novelista. A pesar de que como tal haya desarrollado el grueso de su producción, su obra abarca incursiones felices en casi todos los géneros: Mario Vargas Llosa es un escritor. De hecho, si consideramos La huída del inca como primera pieza de este autor, tendremos que admitir que inauguró su carrera, hacia 1952, escribiendo teatro. Vargas Llosa fue, o quiso ser, dramaturgo antes que fraile.

La mención de La huída del inca es anecdótica. Vargas Llosa la escribió a los dieciséis años, la presentó a un certamen y la estrenó con una compañía amateur en el Teatro Variedades de Piura. Tanto la culminación de su trabajoso proceso de escritura como el segundo premio en el concurso y la calurosa acogida del público constituyeron puntos determinantes en su entonces incipiente trayectoria como escritor. Le propinaron, por así decirlo, un grato espaldarazo a su vocación de autor. A pesar de que se conserva copia mecanografiada, el texto de La huída del inca permanece inédito. Es de suponer que, atendiendo al pudor profesional, Vargas Llosa ha preferido evocarla en sus memorias por cuanto la obra significó para él a exponerla, en letra impresa, al riguroso juicio del paso de los años. Para los espectadores y lectores de su producción literaria en cualquier género, La huída del inca se ha convertido en un mito: el de la titubeante semilla ignota que germinó con fertilidad inesperada. Pero no forma parte legítima de su teatro, ni aparece en el volumen que en 2006 reunió la que era toda su obra dramática hasta la fecha.

La producción dramática original de Mario Vargas Llosa consta de seis piezas: La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones, Ojos bonitos, cuadros feos y Al pie del Támesis. Por otra parte, es autor de las adaptaciones teatrales de textos narrativos para los espectáculos ‹‹La verdad de las mentiras›› —dramaturgia inédita, elaborada a partir de algunos cuentos escogidos de la literatura universal, que comparte título con uno de los ensayos capitales del escritor—, ‹‹Odiseo y Penélope›› y ‹‹Las mil noches y una noche››. La distinción entre aquéllas y éstas es lícita, e incluso necesaria. A diferencia de sus seis piezas originales, la labor de adaptación exigió a Varga Llosa ceñirse a diversos requisitos prácticos. En primer lugar, debía confeccionar mecanismos dramáticos que facilitasen la puesta en escena de las obras seleccionadas, literarias y eminentemente narrativas; deliberadamente, éstas ya contenían el germen de narración oral y la mezcla de realidad y ficción que permiten emparentar la labor de adaptación con el resto de la producción dramática del autor. Pero también debía cumplir otra condición curiosa: en los montajes, el propio Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón integrarían el tándem actoral. De ese modo, los espectadores asistieron embargados de placer a la poderosa representación en la que su escritor predilecto encarnaba una buena porción de los personajes. Posteriormente, cuando se publicaron las dramaturgias de Odiseo y Penélope y de Las mil noches y una noche, los volúmenes aparecieron ilustrados con bellas fotografías procedentes de sus respectivos espectáculos. No se cuestiona aquí la naturaleza teatral de esos tres textos, ni la belleza o el interés de los montajes y libros referidos; sin embargo, estas adaptaciones no son comparables al conjunto de las obras originales de Vargas Llosa en lo que a complejidad se refiere. Quizá la presencia fantasmal del público determinó la labor del dramaturgo adaptador, que se sabía actor venidero; o tal vez la intención divulgativa de esos proyectos lo forzó a aligerar el contenido de las piezas.


En el prólogo a La Chunga, escrito en 1985, declaraba Vargas Llosa: ‹‹Igual que en mis obras de teatro anteriores —La señorita de Tacna y Kathie y el hipopótamo— he intentado en La Chunga proyectar en una ficción dramática la totalidad humana de los actos y los sueños, de los hechos y las fantasías. […] Uso la expresión “totalidad humana” para subrayar el hecho obvio de que un hombre es una unidad irrompible de actos y deseos, y, también, porque esta unidad debería manifestarse en la representación, enfrentando al espectador con un mundo integrado, en el que el hombre que habla y el que fantasea —el que es y el que inventa ser— son una continuidad sin cesuras, un anverso y un reverso confundibles […]. No veo por qué el teatro no podría ser un género adecuado para representar la objetividad y la subjetividad humanas conjugadas o, más bien, conjugándose››. En efecto, esta afirmación, aún vigente veinticinco años después, encierra un análisis lúcido del que constituye uno de los elementos principales y distintivos —si no el que más— de la escritura dramática del propio autor. Cualquier lector o espectador de sus obras originales recordará esta peculiaridad, un rasgo infrecuente en teatro pero que en cambio comparten sus piezas: la ubicuidad de un personaje en dos espacios o tiempos distintos, ambos a la vista del público. Como si de un experto mago se tratase, Vargas Llosa multiplica ante nuestros ojos el cuerpo de un solo actor; para ello, no recurre al burdo truco de vestir a dos intérpretes de modo que parezcan el mismo, sino que despliega con maestría y sencillez el más necesario de los mecanismos de la ficción: la convención. En cualquier escena puede aparecer, en medio de la supuesta realidad objetiva, un personaje ausente, irreal o pasado que desencadenará una nueva escena imaginaria, remota o simultánea; cuando esto ocurra, habrá quien tome parte tanto en la escena real como en la fantasmal, y lo hará simultáneamente, sin solución de continuidad, con el concurso de sus partenaires. El público quiere creer y por eso el mecanismo que utiliza Vargas Llosa se revela perfecto en su simplicidad: ‹‹José se ha puesto de pie y, sin que los inconquistables lo adviertan, avanza hacia la mecedora de la Chunga, con la mirada fija, la boca entreabierta, como sonámbulo. A lo largo de la escena que sigue, los inconquistables actúan como si José siguiera ocupando el sitio vacío: chocan sus vasos con ese invisible José, reciben sus apuestas, le pasan los dados, le dan palmadas, le bromean››. Son, como se ve, los propios personajes secundarios —secundarios en ese instante para la trama, pero absolutos protagonistas en lo tocante a hacer creíble la presencia invisible del personaje desdoblado— quienes mantienen anclado al que se ha ido, quienes nos permiten verlo aquí y ahora al tiempo que allí y entonces, quienes custodian la verosimilitud del tránsito que lo transporta de lleno hasta ese mundo subjetivo sin arrancarlo físicamente de la realidad circundante. Ésta es la gran aportación del teatro de Vargas Llosa: que su autor inventa y elabora la forma justa, plena y eficaz, a través de la cual expresar su máxima inquietud dramática —si no vital—, la convivencia en cada ser humano de lo que pudo o deseó o soñó o temió ser y lo que, en definitiva, es. Este motivo universal comporta tal despliegue de hipótesis que el autor que lo aborda a través del teatro corre el peligro de desarrollarlo en un plano meramente verbal. Vargas Llosa, en cambio, consigue articular este tema —aparentemente más propio de la creación narrativa o ensayística— en una serie de estructuras plenamente dramáticas en las que pensamientos, deseos y recuerdos cobran cuerpo y voz, y sentido y urgencia dentro de la propia obra. La alternancia o la simultaneidad entre un nivel de acción objetiva y presente y otro de evocación de un tiempo impreciso y quizá irreal constituye el eje de La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo y La Chunga; formalmente, esto se manifiesta mediante el citado recurso de la ubicuidad del personaje. El loco de los balcones y Ojos bonitos, cuadros feos también están salpicados de instantes semejantes. Y todas, incluida la reciente Al pie del Támesis, comparten el juego que engarza la fabulación y la memoria con la acción real, juego que entraña la tensión y la profundidad —literarias y escénicas— que las definen. En cuanto a este rasgo concreto —uno, sí, pero tan significativo— cabe contemplar estas seis piezas como un conjunto coherente en el seno de la diversa producción del escritor.

No obstante, a pesar de esa semejanza original que les confiere unidad, enormes e interesantes diferencias las separan. Para empezar, la distancia que media entre ellas. Las tres primeras se publicaron por primera vez entre 1981 y 1986, dentro de un periodo relativamente corto. Las dos siguientes, aparecieron algo más tarde: en 1993, El loco de los balcones, obra que se estrenó ese mismo año en Londres pero que sigue, aun hoy, inédita en los escenarios en su lengua original; y en 1994, la BBC emitió la pieza de radioteatro Pretty eyes, ugly paintings. Hubo que esperar hasta 2008 para que se estrenase y publicase, en Lima, Al pie del Tamesis. También las distingue el germen que las originó: ‹‹la aventura de un personaje familiar al que estuvo atada mi infancia›› sirve de punto de partida para La señorita de Tacna; una conversación con Cabrera Infante, en la que éste le relató un encuentro con un amigo de la niñez que se había convertido en poeta y en mujer, funciona como detonante para Al pie del Támesis; la incursión teatral de personajes traídos de sus novelas o llevados a ellas, como Lituma o la mismísima Chunga, dan pie a la obra que lleva este nombre. Son distintos los argumentos, distintos los registros y distintos los personajes —por su extracción y su estatus social, por su bagaje cultural, por la dimensión de sus sueños y por sus fuerzas para perseguirlos—.

La señorita de Tacna le sirve al receptor la mayor complejidad con sorprendente claridad. En ella, mediante una estructura en abismo, las líneas temporales y los planos generacionales se superponen como capas translúcidas, y el autor nos acompaña saltando de una a otra, conjugándolas y mostrándonos la perturbadora antigüedad de los conflictos que creemos acabados de surgir. Nuestra mirada se posa en unos personajes que nos irritan, conmueven y divierten, y reconocemos con inquietante facilidad la profundidad del tiempo y de los motivos que cincelan el presente de una persona sola o de una familia entera. Entre la Mamaé, la viejita protagonista, que fue joven y linda, que nunca tuvo marido y que a nadie le confió sus secretos —encarnada por Norma Aleandro en su estreno en Buenos Aires en 1981 y también en su reestreno en el 2005—, y Belisario, el escritor que creció a su lado y que, por saber poco o casi nada de lo que fue su vida entera, se entrega a la tarea de inventársela, se establece un vínculo amoroso y paciente que podría estar reproduciendo —con la fidelidad improbable con que la ficción recrea la realidad— la relación entre Vargas Llosa y ese alguien que de algún modo marcó sus primeros años. En la labor de escritura de Belisario, la de narración oral de la Mamaé y la de relectura de la memoria, o incluso de su propia situación presente, que llevan a cabo en algún momento todos los personajes, se condensa la naturaleza de la creación literaria: su dificultad, su infinita capacidad de evocación y la facilidad con que esa palabra formulada a conciencia determina la realidad quizá para siempre.

Kathie y el hipopótamo comparte, en menor medida, esa complejidad de tiempo y espacios. Los personajes están concentrados en un trabajo explícito de reescritura del recuerdo —Kathie rememora en voz alta sus viajes y Santiago plasma por escrito y en bellas frases el monólogo espontáneo y descuidado de su empleadora—, pero en ese recuerdo habitan también otras personas y hechos que irrumpen inesperadamente en la habitación, multiplicando nuestra perspectiva de lo que allí ocurre. Su ambición sugestiva se pliega, inexplicablemente y en el último instante, a la decisión de aclarar la trama al público tradicional, amante del final cerrado.

La Chunga no sólo tiene el mérito de ser la obra dramática más traducida y estrenada de Mario Vargas Llosa. Es, además, la que reúne esa ya destacada complejidad, la que desarrolla plenamente la ubicuidad de los personajes, y la que, a través de ellos, emparenta el teatro con el resto de la producción literaria de su autor. A partir de una situación que parece cotidiana y monótona, penetramos en el misterio del que fue el momento de mayor trascendencia para los personajes allí presentes, el instante en que, sin que lo supiesen, se decidió el resto de sus vidas. El lenguaje es prodigioso; la acción, que se desliza sin conflicto aparente, sin mayor violencia que la cotidiana en ese lugar y entre esas gentes, sostiene con firmeza la atención del receptor; Vargas Llosa convierte sin trampa ni cartón a la barriobajera Meche en una princesa que merece ser salvada y a la desabrida Chunga en una heroína trágica. El prefacio a la obra revela un autor cuya preocupación teatral trasciende las nociones de composición literaria o de límites teóricos entre realidad y ficción, y que reflexiona sobre las dificultades de la puesta en escena y la necesidad de revisar los modelos dramáticos vigentes, y de reemplazar los modelos caducos.

Bruno Roselli, florentino afincado en Lima en la década de los cincuenta, era profesor de arte y consagró parte de su vida a rescatar de la demolición los balcones de la ciudad. Los compraba, restauraba y almacenaba, hasta que un incendio se los redujo a cenizas. El argumento de El loco de los balcones adopta la cruzada de Roselli —que recibe el nombre ficticio de Aldo Brunelli— para plantear el choque entre tradición y modernidad, entre padres e hijos. Aunque presente una mayor sencillez que las obras previas, el quijotesco propósito del protagonista y el doloroso modo en que su única hija logra zafarse de él dotan a la pieza de interés dramático. Al tiempo, El loco de los balcones nos sumerge en un periodo —limeño y universal, pasajero o permanente— en que sólo los locos advierten la belleza de lo viejo.

Por su parte, una simplificación estructural y una verbosidad que agua el conflicto aquejan a la pieza radiofónica Ojos bonitos, cuadros feos, que, no obstante, apunta más que estimulantes conceptos relativos a la creación y al papel de la crítica.

Mario Vargas Llosa escribió que ‹‹ningún género manifiesta tan espléndidamente la dudosa naturaleza del arte como una representación teatral››. Su obra, de extraordinaria riqueza verbal y estructural, reivindica un teatro que pretende ser espectáculo a la vez que literatura, un teatro que rechaza la aridez verbal como recurso único hacia la ambigüedad y la unidad espacial como requisito para la inteligibilidad escénica. Cierto que el novelista asoma en ocasiones la nariz por encima del hombro del dramaturgo; lo delatan las minuciosas indicaciones previas a las obras, en que el autor deja pocos espacios abiertos y libres para la imaginación del equipo que la monte. Pero también es indudable que Vargas Llosa concede al teatro una importancia que escasos autores le otorgan hoy en día: lo escribe, adapta para la escena textos narrativos, él mismo se sube a las tablas, e incluso se le cuela en alguna de sus novelas. ¿Qué papel jugará el teatro en su próximo ensayo, La civilización del espectáculo?