LA CENIZA EN LA FRENTE: El teatro de Rodrigo García

Cenizas escogidas Rodrigo García
La uÑa RoTa. Segovia, 2009. 512 págs.



Y la brasa son cenizas. ¡Toma cenizas!
¡Las del viejo Borges! ¡Ésas sí que son cenizas!





Cenizas escogidas, eso es lo que contiene el repleto saco de plástico gris que muestra la portada. Se trata de la producción de Rodrigo García entre 1986 y 2009 reunida en un único y cuidado volumen. No encontramos en él toda su obra (ha escrito textos que no figuran en la selección) sino lo que él considera su obra completa hasta la fecha, entendida como un conjunto vivo y coherente que se modifica en su totalidad y que no admite despiezo. La nota introductoria del autor sintetiza su concepción del teatro: lo que leeremos no son más que los ‹‹residuos›› de sus montajes. Esto es significativo porque, si bien en sus inicios partía de la posición propia de un escritor (un dramaturgo que escribe solo y espera que de su texto nazca un espectáculo fiel a las palabras), su trayectoria pronto tomó otros derroteros. Su forma de vincularse con la obra dramática se modificó en la medida en que cobró importancia la necesidad de trabajar en equipo, de relacionarse abiertamente con las personas, con el espacio y con el público. Buena parte de los textos que nos ofrece en Cenizas escogidas surgieron a través de procesos de creación conjunta donde él pondría la palabra, el iluminador un ambiente y los actores su cuerpo. Obviamente, esta asignación de tareas no funciona como un sistema de compartimentos estancos: confiesa que trabaja con profesionales con quienes tiene cierta afinidad vital, que en sus obras no hablan personajes sino personas y que procura tomar ideas de la realidad de los actores. Dado que Rodrigo García no sólo escribe sino que también dirige sus montajes, generalmente de forma simultánea y orgánica, la porción del objeto teatral creado que se conserva en los textos podría parecer mínima. Poco importa que hayan quedado desamparadas y desnudas del aparato teatral: estas palabras se sostienen por sí mismas. Estamos ante unas espléndidas cenizas.

Bruno Tackels −dramaturgo y ensayista francés, amén de buen conocedor del trabajo de García − firma una introducción precisa, una ‹‹Inmersión en el mundo según Rodrigo García›› que apunta algunas de las claves del teatro que el libro nos entrega reducido a textos dramáticos. No es extraño que el prologuista sea un prestigioso autor francés ni que abra su reflexión aludiendo a la gran consideración en que se tiene el trabajo de Rodrigo García en Europa. En comparación con el trato que ha recibido su producción en el extranjero, en especial en Francia e Italia, la atención que se le viene prestando en España es ínfima. Tanto es así que, a pesar de haber sido reconocido con el Premio Europa Nuevas Realidades Teatrales de 2009, ‹‹Versus›› (obra que gestó por encargo de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales con motivo del bicentenario de la Guerra de la Independencia) se representará en Europa e Iberoamérica tras una gira más bien escasa por España, apenas diez funciones repartidas entre Cádiz, Madrid y Gijón. Afortunadamente, con la publicación de Cenizas escogidas, La uÑa RoTa da un golpe de mano aglutinando textos que habían aparecido de manera dispersa o permanecían inéditos en castellano, su lengua original; la mayoría de ellos venían siendo publicados por Les solitaires intempestifs desde el año 2002 −en francés, obviamente; Goya o Borges salieron en edición bilingüe, y Bleue, saignante, à point, carbonisée venía acompañada por un DVD−.

Tackels expone sus argumentos: el teatro de García incomoda y conmociona, pero no persiguen la provocación pura y gratuita. Sus montajes surgen del malestar, dan forma artística a un cúmulo de problemas diversos y pueden, por tanto, generar polémica; no obstante, el espectáculo no pretende imponer su propio punto de vista al espectador sino confrontarlo con él y desencadenar una experiencia. El uso de la lógica implacable y la brutalidad, constantes de su obra que atraviesan toda palabra o acción física, no son tanto una opción estética como un procedimiento artístico para canalizar un discurso firme y complejo.

Rodrigo García ha manifestado que su trabajo requiere un proceso razonablemente largo de creación en equipo y un material frágil que sirva de punto de partida. Desde aquí, traslada sus propuestas en forma de dibujos a los actores, que son quienes desarrollan y matizan las acciones esbozadas en esas viñetas de trazo grueso. Las primeras páginas de Cenizas escogidas reproducen algunos de los dibujos que sirvieron como imágenes embrionarias para las obras. En ellos se aprecia la violencia y la potencia conceptual de sus ideas. También se perciben la intensidad con que sus actores hacen uso del cuerpo y el vacío escenográfico. Estos rasgos intrínsecos de su teatro no son consecuencia de un posicionamiento filosófico inmaterial, sino de la reacción de García y La Carnicería Teatro ante esa situación indigna en que suelen gestarse y producirse la mayoría de espectáculos. Hasta entonces, ellos mismos habían priorizado la inversión en tecnología y escenografía, y habían aceptado no cobrar por crear. La revisión de esta idea les llevó a decidir que prescindirían de lo accesorio, se concentrarían en lo esencial y el dinero que obtuviesen redundaría en sueldos para todo el equipo. De este supuesto empobrecimiento escénico salieron sin duda fortalecidas la palabra y la acción física. El actor recuperó su posición central en el montaje y el texto encontró nuevos modos de llegar hasta el espectador. Este giro ideológico marcado por las circunstancias dio pie a La Carnicería Teatro y a García a adentrarse en una vía que aún no se ha agotado.

Sus montajes están escenográficamente desnudos y, a menudo, también sus actores. El equilibrio entre acción física y palabra es precario y tan pronto una se adueña de la escena durante buena parte del espectáculo como salta en bloque la otra sacudiendo al espectador. García establece una dialéctica entre la realidad física y los elementos audiovisuales (por ejemplo, proyectando texto o imágenes de manera que se superpongan a la acción reforzándola, discutiéndola o descontextualizándola). Usa objetos reales e introduce música en directo. Su lenguaje es heterodoxo pero no caprichoso. Modela su discurso en un sentido claro: incomodar al público, mostrarle lo que no quiere ver, hacerle llegar una imagen clara de lo que pasa, no ya en el teatro, sino en el mundo. A lo largo de su carrera ha ido modulando este lenguaje. Aunque en un principio desplegaba una escritura con voluntad experimental y vetas de romanticismo autobiográfico (sirvan a modo de muestra algunas de las piezas de juventud que se ha abstenido de incluir en el libro, como Matando horas), el grueso de su obra recurre a un registro beligerante, tendente a la inmediatez y a la obviedad, con un fuerte componente político; lejos de embarrancarse en esa fase de su evolución como creador, sus últimos textos y montajes muestran nuevos matices, más intimistas. Puestos a señalar un punto de inflexión en este recorrido, él mismo reconoce que el contenido de su obra se engrosó desde el momento en que, como autor, se despojó de la etiqueta de ‹‹artista trascendente›› y se concentró en qué iba a decir y en cómo hacerlo con calidad poética: En el arte, la sensibilidad está de tu parte cuando eres espectador. / Si lo que te propones es crear, debes poner en funcionamiento toda tu insensibilidad. Bajo el prosaico emblema de la supervivencia teatral su escritura se afila y adopta un tono cabreado y fragmentario, heredero de Bernhard y empapado de siglo XXI. Su trabajo se inscribe en lo que Hans-Thies Lehmann denominaría ‹‹teatro posdramático››: son montajes decididos a implicar al público, a alterarlo –para ello, algunos directores recurren a la interacción física−. En esta corriente el texto se forja usando herramientas del drama contemporáneo, tales como la eliminación de personajes y su sustitución por voces narradoras que encarnan los actores (voces cuya identidad o cuyos antecedentes no existen porque no importan); la erradicación del desarrollo dramático al uso y, en su lugar, la yuxtaposición de materiales diversos organizados con un sentido último, aunque éste no sea necesariamente inteligible; la avasalladora transgenericidad: la inclusión de formas impropias del teatro, extraídas de otros géneros, literarios o no. Por poner un ejemplo, los montajes de García utilizan con gran efectividad el género aforístico, e inserta estas intervenciones breves y lapidarias entre secuencias de acción física: el espectador cree que va a escuchar un monólogo y el actor se limita a espetar Espero hacer cada día el mismo daño que me han hecho o Se podan árboles para que luego crezcan con más fuerza, pero la poda de mujeres y hombres no da los mismos resultados.

El texto no cuenta con una posición hegemónica en los montajes de Rodrigo García, pero, como vemos, esto no significa que quede relegado a jugar un papel menor. Goza de su propio lugar dentro del espectáculo y en modo alguno ve mermada su condición literaria. Su trabajo, aparentemente posmoderno, toma sus armas del absurdo y la vanguardia y reivindica su función moral tratando de incidir en los mismos temas y problemas que vienen ocupando al arte a lo largo de la historia. No se engaña, sabe que la capacidad de influir en el mundo desde el teatro es mínima:

"¿Un teatro es el lugar natural para lo excepcional, lo poético y lo provocador? Sí. Es el sitio perfecto según los políticos conservadores y la extrema derecha. / De esta forma la poesía y el fuego están controlados y apenas sí mantienen contacto con los viandantes. / Se hacen obras radicales en contenedores que protegen y empequeñecen esas obras. En museos y teatros. En galerías de arte y salas de conciertos que convierten una idea subversiva en un pasatiempo para la tarde del sábado. En esos contenedores nada es extraordinario, todo está en su sitio, acallado y quieto."

Sus propios textos están plagados de reflexiones que contraponen el arte y la vida; proclama su pasión por ambos al tiempo que los maldice. Salpica sus textos de referencias literarias, filosóficas, pictóricas (los siembra de Schopenhauer o Borges –Octavio Paz es un mero secundario−, de Demócrito, Levi Strauss o Jung, de Goya por partida doble) pero se asegura de que choquen frontalmente con la proliferación de marcas, de insultos, de figuras célebres de la cultura popular (como Maradona o Pluto).

Los monólogos y diálogos de sus montajes podrían pasar por improvisaciones, de tan inmediatos, pero nacen de una escritura que pasa por la depuración consciente y la formulación artística de sus ideas radicales. Trabaja en torno a conceptos tales como la animalidad del ser humano, la comida y lo que ésta tiene de muerte, de basura, de objeto de consumo; como la tortura y la agonía; el ritual; la globalización, las renuncias, la independencia… Afirma no otorgar valor artístico a los títulos de sus obras, declara que son difíciles de encontrar y que preferiría llamar a sus piezas ‹‹Sin título›› y numerarlas; cuesta creerlo porque a la vista está que no les escatima ni un ápice del deslenguamiento y la energía que pone en el resto de la obra:

"Mi madre […] ríe porque a una obra de teatro le pongo de título Conocer gente, comer mierda. Se ríe –que ya me hace muy feliz a mí que se ría mi madre− y suelta: 'Con lo bien que te ha ido en la vida, cómo se te ocurre poner ese título a tu obra'. Pero se ríe, y en su risa comprendo toda su frustración, sé que en el fondo está de acuerdo conmigo, que me autoriza a ser el portavoz de una generación de perdedores follados por el culo."

La evolución formal y la radicalización conceptual de su teatro puede rastrearse en ellos: así, títulos concisos y sonoros como Notas de cocina o Carnicero español dieron paso a otros más locuaces como Lo bueno de los animales es que te quieren sin preguntar nada o Todos vosotros sois unos hijos de puta, a los que seguirían los explícitos y anticonsumistas Esparcid mis cenizas en Eurodisney (cuya puesta en escena cambió de título a instancias de Disney y dio en llamarse ‹‹Arrojad mis cenizas sobre Mickey››) o Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba, y, más recientemente, los sugerentes Aproximación a la idea de desconfianza y Versus. Sus textos son mecanismos de precisión o bombas de relojería, y el título es una parte nada despreciable de esos engranajes. A su amparo cobran coherencia los bloques de texto que, a pesar de presentarse como fragmentos inconexos, contienen un mismo germen y persiguen dinamitar un objetivo común. Su teatro tiene una contundente determinación política –que trasciende la dimensión política implícita en cuanto que teatro− y la manifiesta de un modo incontestable. Ya es así en sus textos anteriores al año 2000, pero se intensifica decididamente en los posteriores a esa fecha. Desde entonces la extensión de su obra escrita se fue reduciendo considerablemente en beneficio de la acción física, tan inseparable de la poética de sus montajes, y el texto que subsistió lo hizo en bloques compactos que buscaban plasmar los problemas mediante una expresión brutal y obvia (en su sentido literal: ‹‹puesta delante de los ojos››). Ahora bien, ‹‹claridad›› no significa ‹‹redundancia››, igual que ‹‹discurso con vocación política›› no significa ‹‹panfleto didáctico››. No en el caso de Rodrigo García. A fin de complejizar sus obras, las voces que nos hablan no son, ni mucho menos, moralmente intachables. El deseo y el odio que transmiten son parejos, mezquinos como los de cualquiera y calculadamente exacerbados. El autor decide empujar a los hombres y mujeres que pueblan su teatro hasta esa frontera que separa lo convencional de lo excéntrico, asomándolos al borde o al centro mismo de lo delictivo. Para elaborar su discurso pone en la misma boca una desconcertante mezcla de la palabra humanista con la fascista que provoca que ambos registros extremos contacten y produzcan una descarga violenta. Consigue que el público (su público: burgués, europeo, sin verdaderos problemas) se inquiete, que suceda algo real durante la función. La obra Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo toma este efecto de tensión entre contrarios y lo convierte en monólogo a medio camino entre la lucidez más dolorosa y el patetismo más grotesco.

"Y mi hijo me dice: / Son alitas de pollo frito / No, no son alitas de pollo frito, le digo, gilipollas / Y saco las alitas y trazo sobre la mesa / un esquema perfecto y comprensible de la TRAGEDIA / con las alitas de pollo frito […] / Y cojo el bote de kétchup y escribo en la mesa bien grande / la palabra: / TRAGEDIA / Y mi hijo se parte el culo de risa / Y le explico que la TRAGEDIA / empieza en el mundo industrializado / Que la tragedia siempre ha empezado donde estaba el dinero / y la comida / Y que luego la han mandado fuera / La han colocado fuera / En forma de / bomba atómica / SIDA / hambre / sequía o / dictadura […] / Y divido la TRAGEDIA en siete actos / Y a cada acto le pongo el nombre / de uno de los países más ricos del mundo […] / Y viene la camarera y me dice / Usted ya está mayor para jugar con la comida / ¿Quiere que llame al guardia de seguridad? / Yo no juego con la comida, le digo / Estoy explicando a mi hijo el significado de la TRAGEDIA."

Aquí, como en todos sus textos, Rodrigo García exhibe un verbo nervioso que no hace ascos a ningún término (sea culto o burdo, tecnicismo o jerigonza); arremete con agresividad contra aquello que condena y exalta lo que le gusta; amontona situaciones, emociones, ideas hasta agotarlas; despliega un humor desvergonzado, negro, despiadado. Tal vez el atractivo de su obra radique en que es consecuente: en ella, el autor no se priva de declarar, previa formulación artística y rehuyendo la confesión psicológica, lo que perturba al hombre Rodrigo García. Su lectura es desasosegante. No es el primer autor que se complace en mostrarse misántropo, desengañado, y que se enzarza a discurrir sobre la maldad del mundo. La lista sería inacabable (si de algo peca la literatura es de emparentar sistemáticamente pesimismo con lucidez). Lo que distingue su trabajo es, paradójicamente, el descuido que pone en su expresión, su cualidad de ‹‹antiliterario››, la forma artificiosamente natural, coloquial, irreverente que adoptan monólogos y diálogos. Se lee con la aparente facilidad con la que uno charla sobre la vida, con los amigos, en un bar (como el Dénver, en Infiesto), pero va inoculando pensamiento filosófico.

"Para la creación tuve en cuenta / el tiempo que dura el sentimiento y la emoción / en una vaca. / El modelo lo tomé de mis vecinos Teresa y Pepe / Ellos fueron a vender los terneros […] / y cuando la vaca llegó al establo y / se encontró con el establo vacío, / cuando reconoció que los terneros / habían desaparecido, / la vaca armó un jaleo descomunal. / Vi a la vaca hacer cosas / que yo no había visto ni en ésta / ni en ninguna otra vaca […] / Una sola pregunta en la cabeza / Una única pregunta en la cabeza. / […] Lo que quiero saber es / la DURACIÓN la DURACIÓN / la DURACIÓN la DURACIÓN / la DURACIÓN de aquello. / […] ¿Cuánto tarda en olvidar? […] / Teresa se ríe y dice mecánicamente: / DOS DÍAS / O SEA QUE EN DOS DÍAS SE LE PASA / POR COMPLETO / SE OLVIDA DE TODO / TABULA RASA / Fue ahí cuando imaginé, / de vuelta a casa, / lo beneficioso que podía ser / este tipo de duración de los sentimientos / aplicado a los seres humanos […] / podríamos llegar a un nuevo sistema ético […]."

Su trabajo es muy personal y sus textos asaltan la mente y las vísceras, invadiendo el flujo de conciencia del lector. Irrumpe en su pensamiento a través de su palabra desbocada, de sus reflexiones hondas vestidas de despropósito, de materiales descontextualizados, etc. Si nunca han leído ‹‹los restos exánimes›› de un montaje posdramático, empiecen con el delirante Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta –fábula onírica sobre los hijos, el dinero, el placer, y sobre mucho más− y, después, visiten la web de Rodrigo García y contemplen la fotografía del montaje y a su protagonista, el actor Gonzalo Cunill. Los asuntos más serios no tienen por qué tratarse con solemnidad.

Cierra el volumen un epílogo de la mano del propio autor, que no es sino la transcripción de su intervención en una mesa redonda en Rennes. El tema propuesto por la organización del encuentro Mises en scène du monde, la relación entre el orden político y la puesta en escena, le inspiró un texto tan incorrecto que, para la publicación, lo ha titulado ‹‹A este tipo no queremos volver a verlo››, en homenaje literal a la valoración que de ambos (charla y autor) hizo un político.

Si aún quedaba quien creía que el teatro de García era sencillamente un pegote que aglomeraba imágenes y gritos con música y hostias, aquí tienen una lección de escritura. No encaja con lo que el espectador o el lector común suelen entender por teatro. Es otra cosa. Cenizas escogidas le pone a uno, literalmente, la ceniza en la frente. O como se suele decir, le da un repaso.

Ruth Vilar, "La ceniza en la frente", Quimera, nº311, 2009.