"LA IRRENUNCIABLE SOLEDAD", POR RUTH VILAR

Un artículo de Ruth Vilar

TRAVESÍAS: Soledades 





Detengámonos a contemplar por un instante a la mujer o al hombre para quienes el arte es un modo íntimo de estar en el mundo y a la vez una dedicación inexcusable, paisaje y aliento interiores al tiempo que acción externa, objetivable, compartible. Hablemos de los creadores. Llamémoslos así, con minúscula y sin grandilocuencia.

Hablemos sucintamente de su infinita soledad, que en términos absolutos no excede ni se distingue de la del resto de la humanidad. En los términos relativos al arte, sin embargo, esa soledad resulta irrenunciable. Para estos creadores que ahora observamos –convertidos nosotros en espías etéreos que flotan apostados en el techo de la sala de ensayo, del estudio o del rincón aprovechable en el cuarto de los trastos– es lastre y alimento, causa y consecuencia.

Los lastra la soledad cuando no la han elegido, y no puede decirse que suelan haberlo hecho. Lo que los creadores, siguiendo un impulso artístico irresistible, escogen es crear. Pues bien, cuando crean de manera sostenida se abre a su alrededor –fuera del entorno artístico, en el peor de los casos también dentro– un foso de perplejidad. Este progresivo distanciamiento social no formaba parte consciente de su elección inicial. ¡Qué se le va a hacer! Cual submarinistas, ellos se calzan su cinturón de plomos –de lejanía y de intemperie– y se aventuran a pescar en las simas. Fijémonos en cómo acceden a una fosa donde capturan un trozo raro de emoción. Regresan eufóricos para darlo a probar a sus congéneres. Entonces ellos asienten complacidos: “¡Bravo, bravo! ¿Y a cuántas atmósferas habéis descendido?” Enseguida les decae el interés; a los creadores les crecen el pesar y la hondura.

La soledad los alimenta como lo hace el ayuno. Ambos conceptos arrostran el sambenito de lo intolerable, pero no hay nutrición sin pausas entre comidas –menos aún sin pausas largas entre hartazgos– ni hay percepción nítida, visión personal, elaboración de un imaginario propio o ejecución tenaz de la obra a lo largo de los años sin la aceptación de cierta soledad. Veamos a nuestros creadores atrapar al vuelo un pensamiento insólito desde el punto más alto de su atalaya. A continuación corren escaleras abajo –con tanto afán que por poco se despeñan– para mostrárselo a sus contemporáneos. Ufanos, ellos les elogian el número de peldaños rebasados. ¿Y la idea? “¡Ah, eso! Otros nos traen ideas más vistosas cada día. ¡Y con las que es más fácil estar de acuerdo!” Regresarán al yermo para seguir creando.

En la raíz del arte está la soledad porque está en la raíz de la existencia misma. Es una de esas regiones sombrías que la vida práctica obvia cuanto puede. Limita con la nada, con la muerte, con la incertidumbre de ser o no ser cuando nadie está allí para afirmarnos. Así que, como el arte anda siempre a vueltas con lo inaprensible y con lo inefable, los creadores hacen de sus soledades motivo de creación, esto es, causa. Ahora sus obras solitarias reverberan en nuestros reiterados receptores hipotéticos, que suspenden el charloteo. Un escalofrío les recorre el espinazo. ¿Presienten al fin la compañía multitudinaria e imprecisa de los demás seres humanos, tan solos y asustados como ellos mismos?

Supongamos que sí, que de una vez por todas las obras de nuestros creadores han resonado en sus receptores, contemporáneos y congéneres, a los que ellos no se han cansado de acudir con las manos rebosantes de conchas, piedrecitas, huesos, semillas y otros hallazgos peregrinos para compartir la maravilla del mundo, a pesar de haberlos encontrado siempre prestos a desmaravillarse, tan partidarios de la indiferencia como de las demás buenas costumbres. ¿Se acabó la soledad? De ningún modo. El espejo del arte inquieta y desconcierta. Si sus obras finalmente alcanzan el corazón y el pensamiento como un rayo, con más razón serán tomados los creadores por gente distinta. Estrafalaria, lúgubre, imprevisible, incómoda. ¿Por qué no se adaptan a la norma y punto? Se acabó la visita, bajemos ya del techo.

¿Acaso es éste el inexorable ciclo del arte? ¿O más bien lo pintan así las argucias argumentativas de una creadora que considera irrenunciable su soledad, aunque a veces le escueza? Compartimos nuestras soledades con otros creadores –el acto mismo de compartir es inherente al hecho teatral, no hay creación dramática sin encuentro entre creadores– y más tarde con los espectadores. Este encuentro, además de condición fértil para nuestra creación, es refugio y consuelo de tanta soledad. Carecería de sentido reivindicar el ostracismo en aras del fomento artístico. Ahora bien, en arte la soledad asumida es fragua y mina; cuánto puede cundirle y aprovecharle a cada creador o creadora –a usted, sin ir más lejos– y cuánto debe por tanto preservarla merece, al menos, una consideración atenta, alegre y libre de prejuicios por su parte.